jueves, 14 de agosto de 2014

CAPITULOS SEIS Y SIETE DE "LAS WALKYRIAS"

                                                                        7



                                                           Malva había conocido a Gerardo, su primer y único marido, que le recordaba a su hermano Tomás, cuando él conducía un remise. Lo había escuchado quejarse, maldecir y, al final, tirar violentamente sobre la rueda de auxilio recostada en el adoquinado la llave cruz que se utiliza para aflojar las tuercas y poder cambiar la rueda porque había descubierto que su auxilio estaba también pinchado. Al insulto y al golpe había seguido un involuntario sollozo que lo llevó a sentarse descorazonado y desconcertado sobre el cordón de la vereda. Su exilio dependía de su auxilio en aquél maldito momento y no era un mero juego de palabras ya que después de dejarla a Malva tenía los minutos justos, que ahora había perdido irremisiblemente en un remise, para llegar a Ezeiza y entregarle unos papeles a alguien que viajaba y comenzaría en Madrid los trámites para que obtuviera la ciudadanía ibérica como nieto de españoles. Malva, ocasional cliente o pasajera, que se había ofrecido a ayudarlo para cambiar la cubierta, menester  conocido por ella, había también escuchado las imprecaciones y lamentaciones que él le había entrecortadamente confiado, a modo de explicación por su exabrupto, y había terminado por compadecerse y, una vez dentro del automóvil, mientras esperaban un remolque, era de madrugaba y la calle, los frentes de los negocios, las veredas desiertas, creaban una sensación de desamparo, había cometido la imprudencia de rozarle el pelo suavemente con sus dedos acicalados y perfumados. Entonces Gerardo la había tomado con firmeza de la nuca y había pegado su boca a la de ella de modo que sintió que su cuerpo se excitaba y no resistió ese primer beso justificándose a sí misma con la convicción de que él estaba muy solo y necesitado de cariño. Aquellas primeras caricias y besos culminaron, a partir de la necesidad momentánea de consuelo de él y el irrefrenable impulso materno de ella, al cabo de pocos meses, en un precipitado matrimonio del que, también al cabo de pocos meses, se arrepentiría para siempre al descubrir que los llantos y desconsuelos de Gerardo eran crónicos, así como su propensión a la confidencia y que estaba enredado en aventuras sin regreso. Cuando se lo reprochó él optó sin defenderse por hacer sus valijas, mudarse del hogar conyugal y establecerse en el departamento de una viuda ubicado dentro de un edificio contiguo a la remisería, y su actitud fue otra vez irremisible.- Malva conoció después en Buenos Aires al estanciero paraguayo, Daniel Silverstone, un hombre extremadamente buen mozo, pero también extremadamente aburrido, según ella, al que terminó corneando y del que se separó después de cinco meses.
Hubo después para Malva, antes de conocerla a Elena, largos cinco años de vida indecisa, vacilante, con algún que otro desengaño descollante. El tercero en su vida, en materia de hombres, fue cuando se enamoró de Ángel, un tanguero bastante mayor que ella, con cabellos blancos mas ondulados que abundantes, ligero porte indígena y trato distante pero caballeroso con las damas. Pese a su apostura, sus trajes impecables y sus siete pares de zapatos charolados, algunos con vivos blancos, era un hombre tímido e indeciso, bastante inseguro; disfrazaba sus falencias de precisiones coreográficas e histriónicas. Era un gran bailarín representando al macho que a él le hubiera gustado ser, de manera que casi enseguida de abandonar la pista se desinflaba, se transformaba en el ceniciento que en realidad era.
- ¿Y cómo, por qué te enamoraste de él? – preguntó Elena.
Malva miró la luz azul sobre sus cabezas y después el rostro expectante de Elena bañado en un sepia igualmente azulado. Había anochecido dentro y fuera del micro que había pasado Maipú y ahora parecía cabecear pesadamente, como algunos pasajeros y pasajeras dormidos, en pos de la Perla del Atlántico.
- Después de muchos años de matrimonio la dócil mujer de Ángel había entregado su cuerpo y alma al Señor, quiero decir que había fallecido, como nos aconteció o acontecerá a todos. El había caído en un pozo de melancolía y tristeza sólo aliviado por sus salidas a la milonga. Lo apocaba todavía más su impotencia para avanzar en un diálogo con una mujer. Nos necesitaba pero nos prohibía. Se reprimía sin piedad.
- Entiendo. Y vos, la joven Malva, especialista en lástima y compasión, te propusiste abrir las enmohecidas cerraduras de esa personalidad en decadencia y poner en contacto el interior del anciano caballero con el aire y la vida.
- Como si leyeras el libro de mi pasado. Ni más ni menos.
- Pero ¿qué te sedujo del abuelo, que te llevaba...?
- Yo tenía veintiséis y él cincuenta y seis, o sea, exactamente treinta años ¿Qué se yo? Me gustaba físicamente. Tenía la dentadura intacta, el vientre liso, el entrecejo y la nariz como Lautaro Murúa, ¿te acordás?
- Por supuesto. Ya veo.
- Además el hombre era un gran amante, besaba muy bien, cuando se soltó conmigo me rindió tributo. Con él perfeccioné mi multiorgasmia. Después de él mi siguiente gran amante fue una mujer.
- ¿Cuánto duraste con él?
- Dos intensos años
- ¿Al cabo de los cuales?
- A él se le declaró una cardiopatía y se radicó en Salta con una hija casada que vive allí. Todavía nos carteamos. Hemos transformado nuestra relación de amantes en una buena amistad.
- Pero ¿cuándo fue que te metejoneaste con la dueña del bar?
- Bueno, eso fue después del curso de barman, yo iba a bailar y a otras cosas con Ángel y hacía el curso, él me lo financió. Después vino un período en el que con Ángel cuando íbamos a los hoteles mirábamos películas pornográficas. A los dos nos gustaban, nos excitaban. Mirábamos infinidad de películas que mostraban relaciones lésbicas. Las comencé a alquilar, me las conocía a casi todas. Llegó un día en el que descubrí que en realidad las miraba porque me gustaban y provocaban las mujeres. Una noche, después supe que fue a propósito, la dueña del bar, cuarentona exuberante como vos, me acomodó el soutien. La suavidad con que me deslizó las puntas de los dedos por el centro de la espalda me calentó de tal modo que me di vuelta, la tomé por el cuello y la besé con un impulso irrefrenable Era lo que ella estaba esperando y me respondió. Como dije, era de noche, estábamos por cerrar y en el bar ya no quedaba nadie, así que nos apuramos a cerrar y nadie nos detuvo…
- No sigas, no sigas. Me siento muy celosa y muy excitada y estamos en un micro que está por llegar a Mar del Plata.
Era verdad, me había calentado y el ritmo de mi respiración y la velocidad de mis pulsaciones habían aumentado. Sentía la humedad en mis partes íntimas y estuve con esa mixtura de excitación y disimulo hasta que el micro llegó a Mar del Plata. Ni bien ingresamos a la habitación del Hotel Dorá y cerramos la puerta caímos en esa lucha cuerpo a cuerpo, deseo a deseo, hasta satisfacer las dos el anhelo que nos quemaba por dentro. Después nos dormimos como pacífico y maduro matrimonio, lésbico, of course.



Amilcar Luis Blanco (Pintura de Wassily Kandinsky)

                                                                


“- Tenés que estudiar, hija.-Así te dije y se lo dije también a tu padre.- Se la pasa desde chica con “El tesoro de la juventud”.- Sí, sí, también con esos libritos amarillos de la colección Robin Hood.- El otro día me contó el argumento de “El Conde de Montecristo”.- ¿Qué te parece? El padre tomaba mate; el tonelaje de sus rutinas abandonado sobre una silla que habían debido reforzar. Leía el diario y le contestaba a su madre distraídamente.- Abría las páginas de “La Nación” después de ponerse los anteojos con las patillas de carey, proyectando sombra sobre la mesa y en una de sus velludas manos, en la breve tiniebla, sólo destellaba la piedra de aguamarina de un anillo solitario que Elena Koniatowska le había regalado cuando cumplió cincuenta años. Esas patillas de carey, palabra emblemática para Elena desde niña, eran una combinación de marrón, amarillo, ocre y, además, transparentaban la luz del sol.  También desde chica le habían llamado la atención. Su destino, basado en la interpretación vocacional que sus padres le adjudicaron a sus lecturas del Tesoro de la Juventud y la colección “Robin Hood”, había sido al fin la Facultad de Filosofía y Letras. Había consistido en ir a las aulas tumultuosas de la oscura época de los años de plomo, con los militares en el poder, cuando varios de los mejores libros estaban prohibidos y se podía leer “La Opinión Cultural” porque a Timerman todavía no lo habían metido preso para torturarlo. Y eso que él venía dando cuenta, haciendo un inventario prolijo de las desapariciones desde Edgardo Sajón, hasta Hidalgo Sola. Era el único diario, de los leídos y recordados por Elena, que se le había animado al régimen, el único que contaba los días de cautiverio de las primeras víctimas de las juntas. Elena recuerda particularmente un suplemento, aparecido el 4 de enero de 1975, dedicado a Albert Camus, cuando se cumplían quince años del accidente automovilístico en el que murió. Hubiese venido bien que los milicos o algún funcionario entendieran el pensamiento del autor de “El hombre rebelde” y retrocedieran un poco en ese afán vindicativo, ese furor homicida que los embargaba. Pero no, el ambiente estaba contaminado por el terror, el miedo que ellos generaban. Era un pánico silencioso.   Hacía sentirse en peligro a todos los que trataran de pensar y no pudieran evitarlo. La conciencia es una máquina de funcionamiento continuo, indetenible ¿Quién que estuviera en la Universidad podía ignorar los secuestros? Que tal o cual amigo o amiga o compañero o compañera habían sido chupados. Habían sido absorbidos hacia el interior oscuro de un vientre con innumerables bocas repartidas por todos los rincones del país, tragándose todos los cerebros, toda la materia gris que hubiera disponible; un sistema de aniquilación indigesto que deglutía gente pensante y devolvía cadáveres.   Indigesto además, porque fue indigesto para ellos después, ya que las madres y abuelas de Plaza de Mayo, las organizaciones defensoras de los derechos humanos, la vuelta de la democracia y la actualidad política de hoy, cuando las instituciones y la justicia han vuelto a funcionar, no dejan de castigarlos, eructando y vomitando sobre ellos los contenidos ácidos de la responsabilidad irredimible por tanta inocencia y mansedumbre en descomposición, por la docilidad ultrajada, por las mujeres violadas, aún embarazadas, los hombres picaneados y golpeados, los huesos que no se han corroído en las tumbas clandestinas, y por los bebitos y bebitas robados a las víctimas que aparecen vivitos y coleando como hombres y mujeres  y son restituidos a sus familias biológicas con toda razón y justicia, como en el preámbulo de la Constitución pero ya sin la protección de Dios, por lo menos para todos los genocidas que viven su propio infierno.

Amílcar Luis Blanco
                                                                               

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