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Malva había conocido a Gerardo, su primer y único marido, que le recordaba a su hermano Tomás, cuando él conducía un remise. Lo había escuchado quejarse, maldecir y, al final, tirar violentamente sobre la rueda de auxilio recostada en el adoquinado la llave cruz que se utiliza para aflojar las tuercas y poder cambiar la rueda porque había descubierto que su auxilio estaba también pinchado. Al insulto y al golpe había seguido un involuntario sollozo que lo llevó a sentarse descorazonado y desconcertado sobre el cordón de la vereda. Su exilio dependía de su auxilio en aquél maldito momento y no era un mero juego de palabras ya que después de dejarla a Malva tenía los minutos justos, que ahora había perdido irremisiblemente en un remise, para llegar a Ezeiza y entregarle unos papeles a alguien que viajaba y comenzaría en Madrid los trámites para que obtuviera la ciudadanía ibérica como nieto de españoles. Malva, ocasional cliente o pasajera, que se había ofrecido a ayudarlo para cambiar la cubierta, menester conocido por ella, había también escuchado las imprecaciones y lamentaciones que él le había entrecortadamente confiado, a modo de explicación por su exabrupto, y había terminado por compadecerse y, una vez dentro del automóvil, mientras esperaban un remolque, era de madrugaba y la calle, los frentes de los negocios, las veredas desiertas, creaban una sensación de desamparo, había cometido la imprudencia de rozarle el pelo suavemente con sus dedos acicalados y perfumados. Entonces Gerardo la había tomado con firmeza de la nuca y había pegado su boca a la de ella de modo que sintió que su cuerpo se excitaba y no resistió ese primer beso justificándose a sí misma con la convicción de que él estaba muy solo y necesitado de cariño. Aquellas primeras caricias y besos culminaron, a partir de la necesidad momentánea de consuelo de él y el irrefrenable impulso materno de ella, al cabo de pocos meses, en un precipitado matrimonio del que, también al cabo de pocos meses, se arrepentiría para siempre al descubrir que los llantos y desconsuelos de Gerardo eran crónicos, así como su propensión a la confidencia y que estaba enredado en aventuras sin regreso. Cuando se lo reprochó él optó sin defenderse por hacer sus valijas, mudarse del hogar conyugal y establecerse en el departamento de una viuda ubicado dentro de un edificio contiguo a la remisería, y su actitud fue otra vez irremisible.- Malva conoció después en Buenos Aires al estanciero paraguayo, Daniel Silverstone, un hombre extremadamente buen mozo, pero también extremadamente aburrido, según ella, al que terminó corneando y del que se separó después de cinco meses.
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Malva había conocido a Gerardo, su primer y único marido, que le recordaba a su hermano Tomás, cuando él conducía un remise. Lo había escuchado quejarse, maldecir y, al final, tirar violentamente sobre la rueda de auxilio recostada en el adoquinado la llave cruz que se utiliza para aflojar las tuercas y poder cambiar la rueda porque había descubierto que su auxilio estaba también pinchado. Al insulto y al golpe había seguido un involuntario sollozo que lo llevó a sentarse descorazonado y desconcertado sobre el cordón de la vereda. Su exilio dependía de su auxilio en aquél maldito momento y no era un mero juego de palabras ya que después de dejarla a Malva tenía los minutos justos, que ahora había perdido irremisiblemente en un remise, para llegar a Ezeiza y entregarle unos papeles a alguien que viajaba y comenzaría en Madrid los trámites para que obtuviera la ciudadanía ibérica como nieto de españoles. Malva, ocasional cliente o pasajera, que se había ofrecido a ayudarlo para cambiar la cubierta, menester conocido por ella, había también escuchado las imprecaciones y lamentaciones que él le había entrecortadamente confiado, a modo de explicación por su exabrupto, y había terminado por compadecerse y, una vez dentro del automóvil, mientras esperaban un remolque, era de madrugaba y la calle, los frentes de los negocios, las veredas desiertas, creaban una sensación de desamparo, había cometido la imprudencia de rozarle el pelo suavemente con sus dedos acicalados y perfumados. Entonces Gerardo la había tomado con firmeza de la nuca y había pegado su boca a la de ella de modo que sintió que su cuerpo se excitaba y no resistió ese primer beso justificándose a sí misma con la convicción de que él estaba muy solo y necesitado de cariño. Aquellas primeras caricias y besos culminaron, a partir de la necesidad momentánea de consuelo de él y el irrefrenable impulso materno de ella, al cabo de pocos meses, en un precipitado matrimonio del que, también al cabo de pocos meses, se arrepentiría para siempre al descubrir que los llantos y desconsuelos de Gerardo eran crónicos, así como su propensión a la confidencia y que estaba enredado en aventuras sin regreso. Cuando se lo reprochó él optó sin defenderse por hacer sus valijas, mudarse del hogar conyugal y establecerse en el departamento de una viuda ubicado dentro de un edificio contiguo a la remisería, y su actitud fue otra vez irremisible.- Malva conoció después en Buenos Aires al estanciero paraguayo, Daniel Silverstone, un hombre extremadamente buen mozo, pero también extremadamente aburrido, según ella, al que terminó corneando y del que se separó después de cinco meses.
Hubo después para Malva, antes de conocerla a Elena, largos cinco años de vida indecisa, vacilante, con algún que otro desengaño descollante. El tercero en su vida, en materia de hombres, fue cuando se enamoró de Ángel, un tanguero bastante mayor que ella, con cabellos blancos mas ondulados que abundantes, ligero porte indígena y trato distante pero caballeroso con las damas. Pese a su apostura, sus trajes impecables y sus siete pares de zapatos charolados, algunos con vivos blancos, era un hombre tímido e indeciso, bastante inseguro; disfrazaba sus falencias de precisiones coreográficas e histriónicas. Era un gran bailarín representando al macho que a él le hubiera gustado ser, de manera que casi enseguida de abandonar la pista se desinflaba, se transformaba en el ceniciento que en realidad era.
- ¿Y cómo, por qué te enamoraste de él? – preguntó Elena.
Malva miró la luz azul sobre sus cabezas y después el rostro expectante de Elena bañado en un sepia igualmente azulado. Había anochecido dentro y fuera del micro que había pasado Maipú y ahora parecía cabecear pesadamente, como algunos pasajeros y pasajeras dormidos, en pos de la Perla del Atlántico.
- Después de muchos años de matrimonio la dócil mujer de Ángel había entregado su cuerpo y alma al Señor, quiero decir que había fallecido, como nos aconteció o acontecerá a todos. El había caído en un pozo de melancolía y tristeza sólo aliviado por sus salidas a la milonga. Lo apocaba todavía más su impotencia para avanzar en un diálogo con una mujer. Nos necesitaba pero nos prohibía. Se reprimía sin piedad.
- Entiendo. Y vos, la joven Malva, especialista en lástima y compasión, te propusiste abrir las enmohecidas cerraduras de esa personalidad en decadencia y poner en contacto el interior del anciano caballero con el aire y la vida.
- Como si leyeras el libro de mi pasado. Ni más ni menos.
- Pero ¿qué te sedujo del abuelo, que te llevaba...?
- Yo tenía veintiséis y él cincuenta y seis, o sea, exactamente treinta años ¿Qué se yo? Me gustaba físicamente. Tenía la dentadura intacta, el vientre liso, el entrecejo y la nariz como Lautaro Murúa, ¿te acordás?
- Por supuesto. Ya veo.
- Además el hombre era un gran amante, besaba muy bien, cuando se soltó conmigo me rindió tributo. Con él perfeccioné mi multiorgasmia. Después de él mi siguiente gran amante fue una mujer.
- ¿Cuánto duraste con él?
- Dos intensos años
- ¿Al cabo de los cuales?
- A él se le declaró una cardiopatía y se radicó en Salta con una hija casada que vive allí. Todavía nos carteamos. Hemos transformado nuestra relación de amantes en una buena amistad.
- Pero ¿cuándo fue que te metejoneaste con la dueña del bar?
- Bueno, eso fue después del curso de barman, yo iba a bailar y a otras cosas con Ángel y hacía el curso, él me lo financió. Después vino un período en el que con Ángel cuando íbamos a los hoteles mirábamos películas pornográficas. A los dos nos gustaban, nos excitaban. Mirábamos infinidad de películas que mostraban relaciones lésbicas. Las comencé a alquilar, me las conocía a casi todas. Llegó un día en el que descubrí que en realidad las miraba porque me gustaban y provocaban las mujeres. Una noche, después supe que fue a propósito, la dueña del bar, cuarentona exuberante como vos, me acomodó el soutien. La suavidad con que me deslizó las puntas de los dedos por el centro de la espalda me calentó de tal modo que me di vuelta, la tomé por el cuello y la besé con un impulso irrefrenable Era lo que ella estaba esperando y me respondió. Como dije, era de noche, estábamos por cerrar y en el bar ya no quedaba nadie, así que nos apuramos a cerrar y nadie nos detuvo…
- No sigas, no sigas. Me siento muy celosa y muy excitada y estamos en un micro que está por llegar a Mar del Plata.
Era verdad, me había calentado y el ritmo de mi respiración y la velocidad de mis pulsaciones habían aumentado. Sentía la humedad en mis partes íntimas y estuve con esa mixtura de excitación y disimulo hasta que el micro llegó a Mar del Plata. Ni bien ingresamos a la habitación del Hotel Dorá y cerramos la puerta caímos en esa lucha cuerpo a cuerpo, deseo a deseo, hasta satisfacer las dos el anhelo que nos quemaba por dentro. Después nos dormimos como pacífico y maduro matrimonio, lésbico, of course.
Amilcar Luis Blanco (Pintura de Wassily Kandinsky)
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“- Tenés que estudiar, hija.-Así te dije y se lo dije también a tu padre.- Se la pasa desde chica con “El tesoro de la juventud”.- Sí, sí, también con esos libritos amarillos de la colección Robin Hood.- El otro día me contó el argumento de “El Conde de Montecristo”.- ¿Qué te parece? El padre tomaba mate; el tonelaje de sus rutinas abandonado sobre una silla que habían debido reforzar. Leía el diario y le contestaba a su madre distraídamente.- Abría las páginas de “
Amílcar Luis Blanco
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