10
Edelmira
quería borrar a Elena de su mente, de su memoria, de su vida. Su pesadilla
había sido sentida por ella como premonitoria, profética. Alejandro la quería.
Era honesto con ella, casi su admirador. Si ella, una simple mujer, que había
terminado el secundario de noche, había hecho con incontables y grandísimos
sacrificios su primario, yendo a la escuela desde la villa, desde la miseria,
la necesidad, el hambre, fríos y calores extremos, había conseguido duramente
lo poco que tenía, con trabajo, con voluntad, no podía perderlo desde lo
absurdo de una pasión ambigua, mal encaminada. Un sentimiento que la hacía
sentirse sucia, culpable, traidora, hipócrita, constantemente juzgada por el
tribunal de su conciencia y constantemente condenada. Pero que además la
cargaba de presagios, de augurios funestos, como los que se le habían
escenificado en la pesadilla.
Dejó
por un momento de planchar, arrancó una servilletita de papel del rollo y se lo
llevó a su frente transpirada. Su nueva patrona era exigente. Había terminado
su trabajo de plancha por ese día. Le quedaba todavía lavar, secar y guardar la
vajilla. Lo que los dueños de casa, una familia compuesta por madre, padre, hijo
e hija, habían ensuciado durante el almuerzo. Ellos almorzaban y desaparecían,
cada uno volvía a su trabajo en el centro. Ese mediodía habían festejado y
brindado porque en dos días más saldrían hacia Europa, todos la habían abrazado
y besado como si Edelmira también fuera a partir con ellos. Había tenido que sonreírse convencionalmente
ante la exaltación de sus patrones. Ahora la habían dejado por fin sola. Se dirigió a la pileta de la cocina. Sobre la
mesada, la estructura de plástico que servía para colocar lo que fuera lavando
a fin de que se escurriese, era el único objeto que parecía esperarla. Pero no
era el único, todo lo que estaba dentro de la pileta también la esperaba.
Comenzó con las copas. Embebió primero la esponja en detergente y la humedeció,
después introdujo la esponja en el interior de la copa y la giró hasta dejar
los cristales cubiertos de espuma. Fue poniendo aparte sobre la mesada todo lo
que iba enjabonando o espumando. Cuando hasta el último cubierto, el último
plato, la olla, las fuentes que se utilizaron, estuvieron cubiertas de espuma,
abrió la canilla del agua caliente sólo un poco, enseguida la del agua fría,
otro tanto igual. Metió el dorso de su mano bajo el chorro, sintió la tibieza y
comenzó por la primera copa como antes a enjuagar todo lo que había frotado con
la esponja de detergente. No cesó hasta que cada una de las piezas de la
vajilla que había lavado quedó sobre el esqueleto plástico del secador. Siempre
era necesario repetirla, esta era una tarea casi hipnótica, cotidiana,
mecánica, rutinaria, mezquinamente retribuida, pero que alcanzaba para los
gastos del día de ella y de Alejandro. Eran los dos solos. El, con su puesto de
camillero en el Hospital Fernández, pagaba las garrafas que se iban renovando
cada dos semanas para alimentar las llamas de la hornalla de la cocina y daba
una cuota para la luz y el agua, provista por la Sociedad de Fomento para
toda la villa. La de su matrimonio era una sociedad para pagar cuentas y, por
supuesto, para quererse, aunque ella sospechara a veces que en realidad era
para compadecerse mutuamente el uno del otro si se hacía abstracción del sexo
entre ellos.
Cuando
Edelmira terminaba su tarea en el piso de aquélla familia regresaba a su
casilla montada en la bicicleta que Elena le había regalado, puntualmente, a
las cuatro de la tarde, con un dolor de piernas y de espaldas ya crónico.
Después que apoyara la bicicleta en el living de la casilla no podría todavía
descansar porque debería comprar lo que necesitaran para la cena y enseguida
hacerla o dejarla preparada. Debería además pensar qué cenarían. Esto le
costaba. Desde que había tomado la decisión de terminar con Elena le costaba
todavía más. La señora de los ojos verdes solía sugerirle siempre la cena y,
además de pagarle su día generosamente, a veces hasta le regalaba un pollo, una
docena de huevos, un paquete de fideos o de arroz, una lata de tomates al
natural o una de duraznos. Además, cada tanto, la invitaba al cine o al teatro.
Veía junto a ella películas y obras que la dejaban pensando, la ilusionaban, la
consolaban, le hacían soportables sus rutinas.
Solía
llegar a lo de Elena temprano, a eso de las ocho de la mañana, a veces antes.
Tomaban mate juntas y, después, les gustaba besarse, acariciarse y llegar a
darse el gusto las dos, como verdaderas amantes. Porque eso sí que era o había
sido desde el inicio de la relación algo natural entre ellas. Natural había
sido la palabra aunque más adelante empezara a sentirse en falta y a considerar
que más que natural era como un vicio ¿Por qué? No lo sabía bien. Quizá hubiera
sido porque de tanto haberse escondido de los padres de ella, cuando se
quedaban las dos solas y juntas en el dormitorio de Elena, a Edelmira le
hubiera dado remordimiento. O también pudo pasar porque después que volvió con
Alejandro de la luna de miel en Mar del Plata, que la señora Elena les había
pagado, le pareció mal sentir que la deseaba, que en realidad quería volver a
revolcarse con la señora y no con su esposo, y que le sonriera con toda su
hermosa dentadura tan pareja y con esos ojos verdes que la volvían loca. Tal
vez fuera porque sentirse tan enamorada de otra mujer le daba vergüenza. O, tal
vez, tan sólo, porque Elena fuera un lujo que ella no podía permitirse.
Alejandro
era muy bueno y había levantado la casilla con sus propias manos para los dos.
Era también un buen amante, tierno, cariñoso, considerado, se conocían desde
chicos, confiaban el uno en el otro ¿Qué más podía pedir?
No,
si estaba segura, su pesadilla había sido una advertencia. No podía tenérselo
todo en esta vida. No era que la señora Elena le hubiera pedido que vivieran
juntas. Aunque sí le decía que la amaba con esa pasión y esa ingenuidad que
sólo ella tenía. Edelmira se daba cuenta de que Elena era sincera y el saber
que la necesitaba tanto la conmovía. Porque ella también la amaba, se había
enamorado de Elena desde la primera vez que la había visto, aunque le hubiera
costado admitirlo y se hubiese permitido también alguna infidelidad.
Cuando
las dos se conocieron Elena tenía puesto un vestido celeste. La madre de Elena
las había presentado, se besaron en las mejillas y la señora hija le transmitió,
ya en ese primer contacto, un calor que nunca antes nadie le había comunicado.
Además la miró de una manera especial, con esos ojos verdes únicos que parecía
que destellaban. Después la invitó a su pieza, a ver sus cosas, y le preguntó
si quería tomar mate con ella.
-
Señora, no se si debo, tengo que empezar con mi trabajo.
-
¡Ay, por Dios, háganse amigas! – había exhortado la mamá de Elena.
-
No te preocupes, Negrita – le había dicho Elena y luego: - Perdón, no te
molesta si te llamo así, ¿no?
-
Así ¿Cómo? – le había preguntado Edelmira desconcertada.
-
Negrita.
-
¡Ah, no, no, por favor! Llámeme como quiera.
-
Bueno, pero tutéame. No te olvides, tutéame. Mirá que si no me vas a hacer
enojar.
Desde
entonces se tutearon. A Edelmira le costó un poco al principio, pero al segundo
día ya lo sintió como algo natural. Elena se le acercaba mucho para decirle
cualquier cosa, se la decía casi en el oído como si se tratara de un secreto,
como protegiéndola, y Edelmira se quedaba. Le gustaba el contacto, la
proximidad, también el perfume que salía del cuerpo de la hija de la dueña de
casa, a la que después llamó señora de los ojos verdes. Se estremeció cuando
Elena le dijo que a ella le gustaba también el perfume de ella, el de su cuerpo
sería porque ella no usaba ninguno. Fue en ese momento, casi en la puerta de la
habitación de Elena que daba al pasillo, cuando la besó. Los labios de las dos
se unieron y Edelmira sintió la ternura elástica de su carne, las salivas
mezclándose, la succión, las lenguas confundiéndose. No le dio asco, no pensó
en nada, aunque era la primera vez que una mujer la besaba de esa forma.
Únicamente quiso que el beso no terminara, con la leve sensación del peligro de
que los padres de Elena las sorprendieran. Aunque pensó, en ese momento, que la
señora de los ojos verdes se habría asegurado de que eso no sucediera. Y eso
bastó. Desde entonces se confió siempre a ella, a su prudencia, a su criterio.
El de una admirable mujer experimentada, con una inteligencia superior. Elena
podría y pudo conducirla en adelante a las acciones mas osadas. Se divirtieron
como si fueran dos chicas jugando. Edelmira se sentía ingeniosa, ocurrente,
desbordante de picardías cuando estaban juntas. Se entendían con los gestos,
los ademanes, las miradas, intercambiadas furtivamente, a escondidas, aún en
presencia de los padres de Elena. No necesitaban hablar demasiado.
Se
recostó boca arriba, aspiró y exhaló todo el aire que pudo, repitió la inspiración
y expiración diez veces más. Le habían dicho que este era un ejercicio de
relajación a partir del cual se renovaba. Cuando lo terminó se permitió
permanecer tendida. A su memoria vino, sin que ella se lo propusiese, la tarde
aquella en la que Elena le llevó, pedaleándola ella misma, la bicicleta de
regalo. Fue cuando Alejandro, delante de los demás miembros de la Comisión Directiva
de la Sociedad
de Fomento, le entregó el importe del capital y los intereses reclamados al
oficial de justicia y con los que se levantó oficialmente la hipoteca que
pesaba sobre el local. La noche anterior había sido la de la pesadilla, tras la
cual, en su aterrorizado despertar, Edelmira había decidido poner fin a su
relación con Elena. No había podido decírselo esa misma tarde porque ella le
había traído la bicicleta de regalo, le había tomado las manos con la ternura
habitual entre ellas, le había sonreído. Le faltó coraje. Como se dice
vulgarmente, no tuvo ovarios para rechazarla en ese momento pero, en cambio,
sintió que ella se había dado cuenta de su indiferencia.-
Ahora
sentía la falta de ella, la echaba de menos, su cuerpo la extrañaba. Veía sobre
todo su rostro, la sonrisa amplia, los ojos verdes con las finísimas patas de
gallo cuando sonreía, la atención amorosa que la mirada de sus ojos le
dedicaba. El calor que ella le avivaba en las entrañas mismas de su cuerpo y
que la ponían caliente, excitada, encendida y por último ardiente hasta la
meseta del orgasmo, cuando por fin llegaban a la cama. El roce de los senos y
las puntas duras de los pezones de Elena sobre los suyos. La delicadeza de los
labios entreabiertos que la recorrían hasta llegar muy suavemente a su clítoris
para, apenas, tocarlo, abandonarlo y regresar, con los espacios de tiempo
justos, como si estuvieran ejecutando juntas los compases y acordes de una
melodía que sonara sólo en el interior de sus cuerpos, únicamente para las dos.
Se
incorporó bruscamente sentándose en la cama ¿Qué había hecho? ¿Cómo había
podido dejarla, humillada y llorando, contrariada como una niña a la que le
hubiesen robado su única muñeca? ¿Se lo perdonaría alguna vez? No lo sabía. De
todos modos tendría que ponerse en movimiento si quería tener algo listo para
la cena cuando llegara Alejandro.
Amilcar Luis Blanco (Pintura de Tamara de Lempicka)
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