viernes, 22 de agosto de 2014

CAPÍTULO DÉCIMO DE "LAS WALKYRIAS"



                                                                  10
 Edelmira quería borrar a Elena de su mente, de su memoria, de su vida. Su pesadilla había sido sentida por ella como premonitoria, profética. Alejandro la quería. Era honesto con ella, casi su admirador. Si ella, una simple mujer, que había terminado el secundario de noche, había hecho con incontables y grandísimos sacrificios su primario, yendo a la escuela desde la villa, desde la miseria, la necesidad, el hambre, fríos y calores extremos, había conseguido duramente lo poco que tenía, con trabajo, con voluntad, no podía perderlo desde lo absurdo de una pasión ambigua, mal encaminada. Un sentimiento que la hacía sentirse sucia, culpable, traidora, hipócrita, constantemente juzgada por el tribunal de su conciencia y constantemente condenada. Pero que además la cargaba de presagios, de augurios funestos, como los que se le habían escenificado en la pesadilla.
Dejó por un momento de planchar, arrancó una servilletita de papel del rollo y se lo llevó a su frente transpirada. Su nueva patrona era exigente. Había terminado su trabajo de plancha por ese día. Le quedaba todavía lavar, secar y guardar la vajilla. Lo que los dueños de casa, una familia compuesta por madre, padre, hijo e hija, habían ensuciado durante el almuerzo. Ellos almorzaban y desaparecían, cada uno volvía a su trabajo en el centro. Ese mediodía habían festejado y brindado porque en dos días más saldrían hacia Europa, todos la habían abrazado y besado como si Edelmira también fuera a partir con ellos.  Había tenido que sonreírse convencionalmente ante la exaltación de sus patrones. Ahora la habían dejado por fin sola.  Se dirigió a la pileta de la cocina. Sobre la mesada, la estructura de plástico que servía para colocar lo que fuera lavando a fin de que se escurriese, era el único objeto que parecía esperarla. Pero no era el único, todo lo que estaba dentro de la pileta también la esperaba. Comenzó con las copas. Embebió primero la esponja en detergente y la humedeció, después introdujo la esponja en el interior de la copa y la giró hasta dejar los cristales cubiertos de espuma. Fue poniendo aparte sobre la mesada todo lo que iba enjabonando o espumando. Cuando hasta el último cubierto, el último plato, la olla, las fuentes que se utilizaron, estuvieron cubiertas de espuma, abrió la canilla del agua caliente sólo un poco, enseguida la del agua fría, otro tanto igual. Metió el dorso de su mano bajo el chorro, sintió la tibieza y comenzó por la primera copa como antes a enjuagar todo lo que había frotado con la esponja de detergente. No cesó hasta que cada una de las piezas de la vajilla que había lavado quedó sobre el esqueleto plástico del secador. Siempre era necesario repetirla, esta era una tarea casi hipnótica, cotidiana, mecánica, rutinaria, mezquinamente retribuida, pero que alcanzaba para los gastos del día de ella y de Alejandro. Eran los dos solos. El, con su puesto de camillero en el Hospital Fernández, pagaba las garrafas que se iban renovando cada dos semanas para alimentar las llamas de la hornalla de la cocina y daba una cuota para la luz y el agua, provista por la Sociedad de Fomento para toda la villa. La de su matrimonio era una sociedad para pagar cuentas y, por supuesto, para quererse, aunque ella sospechara a veces que en realidad era para compadecerse mutuamente el uno del otro si se hacía abstracción del sexo entre ellos.
Cuando Edelmira terminaba su tarea en el piso de aquélla familia regresaba a su casilla montada en la bicicleta que Elena le había regalado, puntualmente, a las cuatro de la tarde, con un dolor de piernas y de espaldas ya crónico. Después que apoyara la bicicleta en el living de la casilla no podría todavía descansar porque debería comprar lo que necesitaran para la cena y enseguida hacerla o dejarla preparada. Debería además pensar qué cenarían. Esto le costaba. Desde que había tomado la decisión de terminar con Elena le costaba todavía más. La señora de los ojos verdes solía sugerirle siempre la cena y, además de pagarle su día generosamente, a veces hasta le regalaba un pollo, una docena de huevos, un paquete de fideos o de arroz, una lata de tomates al natural o una de duraznos. Además, cada tanto, la invitaba al cine o al teatro. Veía junto a ella películas y obras que la dejaban pensando, la ilusionaban, la consolaban, le hacían soportables sus rutinas.
Solía llegar a lo de Elena temprano, a eso de las ocho de la mañana, a veces antes. Tomaban mate juntas y, después, les gustaba besarse, acariciarse y llegar a darse el gusto las dos, como verdaderas amantes. Porque eso sí que era o había sido desde el inicio de la relación algo natural entre ellas. Natural había sido la palabra aunque más adelante empezara a sentirse en falta y a considerar que más que natural era como un vicio ¿Por qué? No lo sabía bien. Quizá hubiera sido porque de tanto haberse escondido de los padres de ella, cuando se quedaban las dos solas y juntas en el dormitorio de Elena, a Edelmira le hubiera dado remordimiento. O también pudo pasar porque después que volvió con Alejandro de la luna de miel en Mar del Plata, que la señora Elena les había pagado, le pareció mal sentir que la deseaba, que en realidad quería volver a revolcarse con la señora y no con su esposo, y que le sonriera con toda su hermosa dentadura tan pareja y con esos ojos verdes que la volvían loca. Tal vez fuera porque sentirse tan enamorada de otra mujer le daba vergüenza. O, tal vez, tan sólo, porque Elena fuera un lujo que ella no podía permitirse.
Alejandro era muy bueno y había levantado la casilla con sus propias manos para los dos. Era también un buen amante, tierno, cariñoso, considerado, se conocían desde chicos, confiaban el uno en el otro ¿Qué más podía pedir?
No, si estaba segura, su pesadilla había sido una advertencia. No podía tenérselo todo en esta vida. No era que la señora Elena le hubiera pedido que vivieran juntas. Aunque sí le decía que la amaba con esa pasión y esa ingenuidad que sólo ella tenía. Edelmira se daba cuenta de que Elena era sincera y el saber que la necesitaba tanto la conmovía. Porque ella también la amaba, se había enamorado de Elena desde la primera vez que la había visto, aunque le hubiera costado admitirlo y se hubiese permitido también alguna infidelidad.
Cuando las dos se conocieron Elena tenía puesto un vestido celeste. La madre de Elena las había presentado, se besaron en las mejillas y la señora hija le transmitió, ya en ese primer contacto, un calor que nunca antes nadie le había comunicado. Además la miró de una manera especial, con esos ojos verdes únicos que parecía que destellaban. Después la invitó a su pieza, a ver sus cosas, y le preguntó si quería tomar mate con ella.
- Señora, no se si debo, tengo que empezar con mi trabajo.
- ¡Ay, por Dios, háganse amigas! – había exhortado la mamá de Elena.
- No te preocupes, Negrita – le había dicho Elena y luego: - Perdón, no te molesta si te llamo así, ¿no?
- Así ¿Cómo? – le había preguntado Edelmira desconcertada.
- Negrita.
- ¡Ah, no, no, por favor! Llámeme como quiera.
- Bueno, pero tutéame. No te olvides, tutéame. Mirá que si no me vas a hacer enojar.
Desde entonces se tutearon. A Edelmira le costó un poco al principio, pero al segundo día ya lo sintió como algo natural. Elena se le acercaba mucho para decirle cualquier cosa, se la decía casi en el oído como si se tratara de un secreto, como protegiéndola, y Edelmira se quedaba. Le gustaba el contacto, la proximidad, también el perfume que salía del cuerpo de la hija de la dueña de casa, a la que después llamó señora de los ojos verdes. Se estremeció cuando Elena le dijo que a ella le gustaba también el perfume de ella, el de su cuerpo sería porque ella no usaba ninguno. Fue en ese momento, casi en la puerta de la habitación de Elena que daba al pasillo, cuando la besó. Los labios de las dos se unieron y Edelmira sintió la ternura elástica de su carne, las salivas mezclándose, la succión, las lenguas confundiéndose. No le dio asco, no pensó en nada, aunque era la primera vez que una mujer la besaba de esa forma. Únicamente quiso que el beso no terminara, con la leve sensación del peligro de que los padres de Elena las sorprendieran. Aunque pensó, en ese momento, que la señora de los ojos verdes se habría asegurado de que eso no sucediera. Y eso bastó. Desde entonces se confió siempre a ella, a su prudencia, a su criterio. El de una admirable mujer experimentada, con una inteligencia superior. Elena podría y pudo conducirla en adelante a las acciones mas osadas. Se divirtieron como si fueran dos chicas jugando. Edelmira se sentía ingeniosa, ocurrente, desbordante de picardías cuando estaban juntas. Se entendían con los gestos, los ademanes, las miradas, intercambiadas furtivamente, a escondidas, aún en presencia de los padres de Elena. No necesitaban hablar demasiado.
Se recostó boca arriba, aspiró y exhaló todo el aire que pudo, repitió la inspiración y expiración diez veces más. Le habían dicho que este era un ejercicio de relajación a partir del cual se renovaba. Cuando lo terminó se permitió permanecer tendida. A su memoria vino, sin que ella se lo propusiese, la tarde aquella en la que Elena le llevó, pedaleándola ella misma, la bicicleta de regalo. Fue cuando Alejandro, delante de los demás miembros de la Comisión Directiva de la Sociedad de Fomento, le entregó el importe del capital y los intereses reclamados al oficial de justicia y con los que se levantó oficialmente la hipoteca que pesaba sobre el local. La noche anterior había sido la de la pesadilla, tras la cual, en su aterrorizado despertar, Edelmira había decidido poner fin a su relación con Elena. No había podido decírselo esa misma tarde porque ella le había traído la bicicleta de regalo, le había tomado las manos con la ternura habitual entre ellas, le había sonreído. Le faltó coraje. Como se dice vulgarmente, no tuvo ovarios para rechazarla en ese momento pero, en cambio, sintió que ella se había dado cuenta de su indiferencia.-
Ahora sentía la falta de ella, la echaba de menos, su cuerpo la extrañaba. Veía sobre todo su rostro, la sonrisa amplia, los ojos verdes con las finísimas patas de gallo cuando sonreía, la atención amorosa que la mirada de sus ojos le dedicaba. El calor que ella le avivaba en las entrañas mismas de su cuerpo y que la ponían caliente, excitada, encendida y por último ardiente hasta la meseta del orgasmo, cuando por fin llegaban a la cama. El roce de los senos y las puntas duras de los pezones de Elena sobre los suyos. La delicadeza de los labios entreabiertos que la recorrían hasta llegar muy suavemente a su clítoris para, apenas, tocarlo, abandonarlo y regresar, con los espacios de tiempo justos, como si estuvieran ejecutando juntas los compases y acordes de una melodía que sonara sólo en el interior de sus cuerpos, únicamente para las dos.
Se incorporó bruscamente sentándose en la cama ¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido dejarla, humillada y llorando, contrariada como una niña a la que le hubiesen robado su única muñeca? ¿Se lo perdonaría alguna vez? No lo sabía. De todos modos tendría que ponerse en movimiento si quería tener algo listo para la cena cuando llegara Alejandro.


Amilcar Luis Blanco  (Pintura de Tamara de Lempicka)

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