martes, 19 de agosto de 2014

CAPITULO NOVENO DE "LAS WALKYRIAS"

                                                                  9


En su primera noche en Mar del Plata Malva y Elena se sintieron muy cansadas. Así que después de ducharse con abundante agua tibia se acostaron separadamente, en el cuarto había dos camas, y durmieron. Elena soñó que veía por televisión blanco y negro un partido de tenis. Cada tanto la cámara se posaba con morbosa curiosidad sobre los rostros de quienes miraban el partido. Hacía sobre todo primeros planos de una estrellita de moda, de abundante y largo pelo rubio, enormes ojos claros gritones y gesticulantes y enorme boca ídem. En suma, un rostro simétrico y agradable y un cuerpo también, en cuyo volumen destacaban sobre todo las nalgas y muslos largos y redondeados y un delicioso culo cuyas mitades, igualmente simétricas y perfectas, parecían las de un enorme durazno pelón. Seguía el partido con atención, gesticulando y exclamando con exageración porque estaba ostensiblemente de novia con uno de los jugadores y porque además sabía que las cámaras de televisión estaban sobre ella. A la vez, de pronto, se ponía seria y asumía un aire distante como para darse importancia. En uno de esos momentos Elena llegó a escuchar lo que le decía a una amiga que tenía a su lado. – “Cómo me gustaría tener una de esas gorras de visera”. Sin pensarlo, con un ardiente deseo de complacerla, Elena dejó el asiento desde el que la miraba y se dirigió a la habitación contigua, ya que el partido se jugaba en ese lugar, tan próximo, tan absurdamente cercano como todo lo que sucede en un sueño. Primero fue a encontrar y halló en la repisa más alta de un extraño ropero las gorras de visera. La contrarió sólo poder rescatar, entre otra cantidad de confusas prendas, - las viseras se le fueron transformando a medida que intentaba asirlas - dos gorros de paja, pero se dirigió con ellos, decidida, a la habitación contigua en la que se hallaban los espectadores del certamen. Todos ellos estaban de espaldas y cuando ingresó al lugar, que era ahora el corredor de una casa, notó que, desparramados por los rincones, había policías y se preguntó si la dejarían entrar. No tuvo problemas. Cuando ya iba a encontrarse con la primera línea de espectadores, pensando todavía en su estrellita, alguien la tironeó de la pollera. Era un tipo sesentón y flaco, con pinta de atorrante empedernido, tirado sobre una reposera y de aspecto extenuado. Le dijo: “- Si le vas a llevar los gorros a fulanita, agarrala de atrás, tironéale el mechón de pelo, la cola enorme que le desborda la cintura acaríciasela como si acariciaras el planeta y bésala en el cuello, siempre de atrás, y después le ponés el gorro. La vas a tener con vos.” Después de decirle esto el tipo le guiñó un ojo en señal de complicidad. Elena comenzó a buscar a la estrellita desesperadamente. Estaba decidida a hacer lo que el hombre le había recomendado. Cuando por fin la encontró, y ejecutó su maniobra de seducción desde atrás, notó que ella se entregaba relajada y aturdida y deslizó su otra mano hasta la entrepierna de la estrellita. Allí se despertó y notó que en realidad estaba aferrando su propio vientre.
¿Podría alguien sugerirle lo qué tenía que hacer? Si todos, en la vida, antes de actuar, cuando vamos a equivocarnos, tuviésemos quien nos indicara lo que corresponde para no fallar sería maravilloso, pero, como leyera una vez en una novela de Milán Kundera, la vida es ya el ensayo y la representación. Nadie puede evitar equivocarse o acertar. El acierto o el error son fruto de la casualidad casi siempre. La inspiración es la intuición de lo acertado, de lo exitoso en el sentido de lo que proporciona una salida. “Exit”, la palabra inglesa, significa salida. En su universo la salida, el “éxito”, que Elena buscaba ahora, era como el agujero o corredor espacial que la librara de la atracción gravitatoria que la Negra ejercía todavía sobre ella. Pensó que si crecía o evolucionaba en algún sentido, en alguna dirección, ésta sería la que la llevara a un espacio anímico en el que su olvido de la Negra y su absurda y brusca pesadilla, le permitiera sentir con profundidad y libertad todo lo que la rodeaba. Malva parecía inteligente. Se sentó en su cama para verla dormir. Su magnífico cuerpo desnudo y blanco, que le seguía pareciendo estructuralmente negro, relajado, mórbido en la semipenumbra de la habitación, su nuca larga, su renegrido pelo casi pegado a la cabeza, ensortijado, una rodilla recogida, la otra pierna estirada, sobre las arrugas de las sábanas como pétalos, la convertían en una flor exótica, y a ella, en una mariposa que la observaba. Su juventud y la de ella, la observadora, palpitaban, todavía vigentes, vírgenes de muerte, vivos sus deseos. Sus soledades, ahora estaban en pausa, en gratísimo paréntesis. Se avecinaba entre ellas la proximidad del desayuno juntas ¿Le gustaría leer el diario mientras paladeaban un jugo de naranja, un café con leche, una tostada con mermelada, una factura?
Elena se incorporó y fue hasta el baño, abrió el grifo plateado y dorado, metió sus palmas en cuenco bajo el fragoroso chorro, llevó el golpe del agua fresca recogida sobre su cara y sus ojos, levantó su rostro empapado frente al espejo y se miró las arrugas, apenas incipientes bajo los párpados, abundantes al sonreír alrededor de sus ojos verde aceituna. Hundió su rostro en el toallón blanco al costado del botiquín y así, sin ponerse nada, regresó a su cama, se sentó y levantó el tubo del teléfono. Del otro extremo de la línea le llegó la voz somnolienta y cavernosa del conserje.
- Conserjería. Usted dirá.
- ¿Qué hora es?
- Las ocho, señora.
- ¿Tienen servicio a la habitación?
- Como no ¿Qué desea?
- Dos jugos de naranja, dos café con leche, medialunas de grasa, tostadas, manteca, mermelada, también para dos.
- Muy bien ¿Algo mas?
- Nada más. Gracias.
- ¡Buen día! ¿Con quién hablás? – preguntó Malva de pronto y se dio vuelta hacia ella clavándole sus enormes ojos de gacela que rápidamente se achicaron para dar lugar a un enorme bostezo que ocupó su pequeña cara. Elena le dedicó un mohín, frunció los labios y le dibujó un beso.
- Levantate, africanita dormilona, vamos a desayunar ¿Te gusta el jugo de naranja y el café con leche con medialunas, y las tostadas y la mermelada?
- ¡Me encantan, me deslumbrás mi amor! ¿Pero qué es eso de africanita?
- Tu cuerpo, mi vida, tu nuca, tu pelo, tus ojos enormes, tu trompita, tu pequeña nariz anchita y respingadita, en fin, ¡Sos una mulata!…
Elena se sentó a su lado, se inclinó y la besó en la boca. Fue un beso largo y lento, con el gusto salado, marino, del sueño reciente, navegador y vasto, en la deliciosa lengua de Malva, y los sabores del tabaco rubio que se confundían entre ellas.
- Bueno, bueno, chica. Déjame que me levante – dijo Malva
Era hermoso despertar en Mar del Plata. Y fue todavía más estimulante cuando las dos, luego del desayuno, enfrentando el viento proveniente del mar, abrigadas, subieron los cierres de sus camperas para caminar por la rambla. Repetir el recorrido que por décadas los argentinos y argentinas de toda edad, de clase media baja para arriba, habían hecho y hacían. Contemplar las siluetas de los edificios pensados por el Arquitecto Bustillo del Casino Central y el Hotel Provincial, ejecutados en lajas rugosas y grises sobre cuya pesada solidez el aire salino y yodado que llegaba torrentoso y húmedo del océano dibujaba o pintaba manchas ferrosas. Detener la mirada sobre los sempiternos lobos marinos erigidos en la misma piedra y sobre la explanada entre los dos edificios, frente a la Plaza Colón, para perderla después sobre el vasto vaivén de las olas interminables con sus crestas de espuma hasta el horizonte esférico y hasta las velas blancas de lejanos pesqueros y oler el yodo y la sal del océano en el viento.-
- ¡Qué maravilla, qué maravilla! – exclamó de pronto Malva y separándose un poco de Elena, ejecutó dos giros y danzó un momento espléndida y sola, como una bailarina.
- ¡Qué elegancia, te felicito! No me digas que también estudiaste danza.
- ¡Cómo no! Hasta que contraje mis primeras nupcias.
- Que no fueron las principales
- Que no fueron las principales, pero sí las únicas.
- Aunque hayan sido las inaugurales
- Aunque hayan sido las inaugurales
- ¿Pensás repetir hasta cuándo todo lo que yo diga?
- Hasta que te equivoques. Equivocarse es una forma de avanzar. De meterte en lo desconocido del otro.
- Si es por eso, todo es desconocido. Lo del otro, lo de uno.
- ¿No es eso, acaso, lo hermoso, lo incomparablemente hermoso de la vida? – preguntó Malva y se detuvo. Había seguido ejecutando su especie de danza y algunos paseantes que coincidían con ellas sobre la rambla la miraban, especialmente los chicos demasiado vigilados, porque los que no lo estaban corrían libremente. Un chico y una chica habían bajado a la arena y se dirigían con entusiasmo hacia la línea de las olas.






Elena pensó que tenía razón, era hermoso. Esa hora y ese paisaje baldío; una vasta y joven ciudad destinada al ocio, originada en la necesidad de deshacer y esfumar el esplín, el aburrimiento, que en momentos prósperos para el país, su clase alta ganadera y terrateniente, había utilizado como remedo vernáculo e incomparablemente salvaje de ciudades europeas, siempre idealizadas, para acercarse a la costa del mar y soñar aventuras de romances y distancias. Allí Victoria Ocampo había refugiado ilustres invitados y había soñado con ser y escribir como Virginia Wolf. En una esquina, subiendo la Avenida Colón, la mansión de los Ortiz Basualdo exhibía en sus cuartos, ahora salas de museo, el estilo de vida de aquella casta señorial acaudalada y no tan lejana en el tiempo, desde cuyas relajadas y acariciadoras costumbres parecían haberse desgajado, desarticulándose, los hábitos, deseos y sueños de una clase media en ascenso cada vez más copiosa y genéticamente motorizada por desordenes y contradicciones, sobre todo cuando trataba de integrarse a un universo en el que la necesidad y el deseo de los sufridos habitantes de una marginalidad creciente,  tratando de posicionarse, chocaba con ellos. “Nosotros somos la barrera, somos el dique, la represa que los contiene”, concluía su padre muchas veces cuando sacaba sus ojos de las páginas impresas de “La Nación” y los dirigía a su mirada o a la de su madre.
Ahora ella estaba en esa ciudad con su nueva amiga y tratando de olvidarse lo más que pudiera de esa entrerriana oscura, de origen indígena, supersticiosa, creyente en el valor profético de sus pesadillas, de la que se había enamorado y para quien según el pensamiento de su padre ella era o había sido un dique, una barrera de contención. Por supuesto, semejante dictamen de la imaginación paterna no tenía sentido. Aunque tal vez sí, porque vistas las tres mujeres desde la perspectiva de sus clases sociales de pertenencia, ¿Malva no podría considerarse acaso como integrante de su propia condición social y económica? ¿Sería así o se equivocaría?
Mientras Elena volaba o fluía por la atmósfera de sus interrogantes estados de conciencia las dos habían seguido caminando por la rambla y contemplando las lejanas olas. Por supuesto, sin hablarse. Era cómodo, porque el viento torrentoso y potente las hubiera obligado a gritar. Por fin Elena rompió el confort del mutismo contemplativo.
- Malva – llamó.
- ¿Qué?
- Hasta ahora no me contaste con qué te ganas la vida.
- Soy diseñadora, decoradora. Trabajo, a veces, para distintos   estudios de arquitectura.Tengo mi propio taller
- ¿Desde que dejaste a la dueña del bar?
- No. Esto viene desde muy lejos en mí, pero sí, después que me alejé de ella, me metí en un curso de diseño de interiores y mi profesora, arquitecta ella, me consiguió algunos clientes.
- ¿Romance por medio?
- No, para nada. Simplemente le gustaron mis diseños, mis esculturas.
- ¿Te gustan las artes plásticas?
- Sí, soy una aficionada, algo diletante pero honesta. Desde pendeja cuando estaba en el taller de mi viejo ya me gustaba armar mecanismos y ya me gustaba mirar cuadros, mi viejo me compraba la pinacoteca de los genios.
- ¿Quiénes son tus preferidos?, en pintura quiero saber
- Bueno. La lista es larga: Renoir, Mondrian, Picasso, Kandinsky, Miro…
- ¿Berni, Soldi?
- Paso ¿Alonso?
- Puede ser ¿Por supuesto Van Gogh, Gauguin, Manet, Monet, Delacroix, Modigliani?
- Por supuesto, y también Boticelli, Tintoretto, Tiziano, Tiepolo, Rafael, Rubens, Goya, Murillo, Leonardo, etcétera – se cansó de enumerar Malva.
Los ojos de Malva estaban sobre los de ella y se habían detenido, así como la marcha de ambas. Se besaron enseguida como buscándose el alma, de manera larga, profunda, apasionada. Había alma entre las dos en cada beso y, para dárselos, el lugar al que habían llegado en su caminata se prestaba. Ya no había paseantes. Sólo dos coches se deslizaron raudos y un hombre, pedaleando trabajosamente contra el viento, las ignoró o no acertó a discernirles la igualdad de sexos, indiferenciada por los abrigos y la uniformidad de la moda. Malva con su pelo renegrido y pegado a la cabeza, de lejos, podía dar perfectamente la imagen de un muchacho y también Elena con su pelo lacio y largo y, las dos, con sus zapatillas adidas, sus joggings y sus camperas. Era como le había dicho Elena a Malva antes: “esta época ha terminado por dar un aspecto tan irrisorio o tan ridículo a la “preocupación social” que me ayuda a liberarme un poco en lo que respecta a mi inclinación lésbica”. En ese momento, mientras se seguían besando, más que de la “preocupación social”, se trataba de la “imagen urbana” de dos lesbianas besándose y descubriéndose como almas gemelas, desesperadas por su necesidad de amor y compañía en el transcurso de un tiempo veloz y torrentoso como el viento que las envolvía.
Cuando regresaron al hotel, después de ducharse y cambiarse, fueron a almorzar al restaurante y, ya sentadas frente a frente, mientras esperaban por espárragos a la crema Elena y por pollo al champignon Malva, y se rozaban suavemente las pantorrillas con los pies descalzos, brindaron con copas de un tinto frutado. Entonces Elena, sonriéndole, mirándola, inquirió:
- No te pregunté por tus trabajos. Me imagino que vos pintarás, oleos, acrílicos, témperas, acuarelas.
- Nada de eso. Yo trabajo con metales, cristales, vidrios de colores, plomo, maderas, materiales acrílicos. Lo mío es la escultura, crear objetos que reflejen la luz y contengan, a la vez, sombras. Excepcionalmente agrego luces que destellan desde los interiores.
- ¡Ah, claro, como tu bar! ¿Qué te inspira principalmente?
- Todo, absolutamente todo. Pero, por ejemplo, tengo un amigo gay que es poeta, hubo un verso de él que me inspiró, hablaba de las “lentes caídas como ojos dejados en objetos” Le dije, Piero, vos tocas las mismas cuerdas que yo.
- Me dejas sin palabras. Muchas veces siento que la vida esencial radica en las sensaciones puras, soy visceral.
- ¿Por ejemplo?
- Por ejemplo, mi anteúltimo amor, la seguiré llamando la “Negra”
- ¿No tiene nombre? Todavía no me lo dijiste.
- Sí, tiene nombre, pero bastante poco presentable, te lo digo igual, Edelmira.
- No para mí. Edelmira tiene un punto de contacto conmigo. ¡Ah, y gracias por lo de anteúltima!
- De nada ¿Cuál sería el punto de contacto?
- El verbo mirar: “Edel”, mira. Bueno pero dejémonos de esas coincidencias que mi amigo el poeta llamaría surrealistas. Hablame de la sensación pura que era o es Edelmira para vos.
- Ella entró a trabajar a casa como doméstica cuando yo cumplía mis cuarenta años y salía de mi desazón por haber sido rechazada por una editora de la que me había enamorado. Lo primero que sentí fueron sus ojos negros, enormes, interrogadores, casi como los tuyos, que no dejaban de mirarme.
- Ya ves. Edel, mira.
- Esos ojos están además guarnecidos por pestañas curvadas, largas, endemoniadamente bellas. La tez, la piel de su rostro, cetrina, como patinada en sombras, se ilumina cuando sonríe y muestra sus dientes parejos, blanquísimos.
- ¿Además estaría su cuerpo?
- Además, por supuesto. Un cuerpo pequeño, menudo, al principio me pareció desamparado y después, a veces, con el andar de la relación me lo siguió pareciendo, pero también fue amparador para mí, capaz de darme consuelo y apoyo, y, sobre todo, de comunicarse conmigo sin palabras. Recuerdo que después de nuestro primer beso ella pudo entrar en mi cuarto y desvestirse y meterse conmigo en la cama sin decirme nada, sin que intercambiáramos palabra y hacernos el amor así, durante horas, sin hablarnos. Luego se vestía también en silencio y se iba como había llegado. Duramos cinco espléndidos años.
- ¿Y cuando se veían fuera de la cama, en la cocina o el living, delante de tus padres?
- Eran todo miradas, sonrisas, destellos, chispas, caricias y toqueteos escondidos, íntimos, sabrosísimos.
- ¿Y cómo terminó tanto juego, tanto goce?
- Ella se había casado muy joven con un muchacho, Alejandro, al que no le había podido dar un hijo. En realidad la Negra es estéril, lo supo mas tarde. Compensaba esa falta siendo muy cariñosa con él. El es un tipo macanudo, solidario, desinteresado, pero callado, muy introvertido. En la Villa fue uno de los fundadores de una sociedad de fomento “Lucha y Esperanza”, así se llama. Yo fui nombrada socia honoraria, aunque colaboro lo más que puedo no quise ser socia activa para no tener obligación de asistencia. Lo que ocurrió fue que un día Edelmira comenzó a enfriarse, a distanciarse como una estrella que se apaga. Fue de pronto, rechazó el contacto conmigo, recuerdo que yo le había llevado de regalo una bicicleta y cuando le pregunté las razones de su súbito distanciamiento, esa misma tarde en que pasó lo que te cuento, me dijo que no lo podía explicar. Yo le dije que sufría y ella me contestó que no lo podía evitar, que la perdonara. Le pregunté si no pensaba que sería algo pasajero, que podría volver a sentirse cómoda conmigo. No lo sabía. Hasta la noche que nos conocimos nosotras dos y, después, cuando te telefoneé y te di mi dirección, siguió nuestra relación. Ese día que viniste al departamento nos habíamos dado el   adiós definitivo la noche anterior, o, mejor dicho, me lo había dado ella a mí.
- ¿Cómo fue, cuál fue el motivo?
- Me dijo que había tenido una pesadilla en la que su esposo nos había visto encamadas y desnudas y se había suicidado disparándose al corazón y salpicándola con su sangre ¿Te imaginás?
- Y, sí. Y también la entiendo – reflexionó Malva. Quedaron en silencio y en seguida Malva volvió a preguntar:
- ¿Y vos qué pensás, te habrá dejado por el esposo, por Alejandro?
- ¿Se apaga el amor por la culpa o por la creencia en las virtudes proféticas de los sueños?  ¿Qué se yo?
- Quizá por la sobrecarga de culpa, estoy grande para creer en las premoniciones. La semana pasada, antes de que viajáramos, construí un cubo preñado con un enorme fulgor. La idea era que el cubo fuera el vientre, el centro de una mujer madre que se sobreponía y triunfaba en su lucha por defender el fruto de luz. Bueno la obra está trunca. Le imaginé una cabeza con ojos de los que caían enormes lágrimas. Los vidrios que elegí, cuando derritieron en el horno, terminaron por producir tantas oscuridades que anularon el destello.
- ¿Las sobrecargas de culpa son para vos como las oscuridades?
- Exacto. En todo amor hay una idea de luz. Vos misma cuando me contabas tu relación con Edelmira te referiste a destellos y chispas. En la religiosidad cristiana el espíritu santo, el espíritu de amor se representa como luz. El nacimiento de Jesús es guiado y alumbrado por la estrella de Belén.
- Bueno, no estamos descubriendo la pólvora.
- No, pero la relación de la luz con el sentimiento más potente que es el amor es siempre sugerente, fecunda, inspiradora. Es como la línea que va separando la vida de la muerte, lo bueno de lo malo, lo positivo de lo negativo…
- Lo único confuso para mí, muchas veces lo he pensado, es que también hay fuego y luz en el odio, el rencor, la crueldad, la maldad pura…
- Yo la siento y la concibo como una especie de rumor oscuro, como los agujeros negros, esos sitios del espacio interestelar cuya gravedad es tan fuerte que atrapan hasta la luz misma y no la dejan escapar. Tengo, de hecho, una escultura que denominé “agujero negro”. Dentro de una bola de cristal, en un líquido con anilina negra que se mueve constantemente, flotan pequeñísimas partículas de oro y plata fulgentes que representan luces cautivas…
- El fracaso o la impotencia de la luz es el fracaso o la impotencia del amor…
- Hasta que todo se calienta de nuevo, fulgura y por fin estalla, como en el big bang.
- ¡Nena, por Dios, como yo misma!
Bajo la mesa, sobre todo Malva, no había dejado de rozar apenas, con la punta de su dedo gordo, la parte posterior de la pantorrilla de su amiga. Llegó el mozo y sirvió. Mientras lo hacía, las dos se miraron calladas. En la semipenumbra, precursora de la siesta, que reinaba en el salón comedor del hotel, se oía el tintineo de cubiertos, el suave rumor de conversaciones apagadas de escasos comensales, el ronroneo de los acondicionadores de aire.
- Si tuvieras que representar nuestra relación en una escultura, ¿cómo sería? – preguntó Elena.
- Sería un amasijo, pero, lo principal, lo que destacaría, además del entrecruzamiento de grandes y largos volúmenes de nuestras piernas y rodillas, apuntando oblicuamente hacia un norte imaginario, serían nuestras cabezas conectadas por las bocas absorbiéndose.
- ¿Y dónde estaría la luz?
- ¡Ah, adentro! Sería por supuesto en vinílicos transparentes y quedaría íntegramente iluminada, desde adentro, pero de modo que la fuente de luz no se viera.
Elena se quedó contemplando a su amiga por un largo instante. Por fin comentó:
- Sabés que algunas veces he pensado en representar a mi padre o a mi madre, que ya se fueron para siempre, también con volúmenes que sugieran espacio, pero sobre todo tiempo.
- ¿Cómo sería eso? - Malva se inclinó hacia ella, parpadeó, retiró el pie con el que había estado acariciando la pierna de Elena y encendió un cigarrillo.
- Por ejemplo he visto la imagen de mi padre, una y otra vez, ahora que lo extraño, como la del señor gordo que era, subiendo y bajando del colectivo. Pero la he visualizado como volúmenes de tiempo. Es decir mi padre trabajó durante días, semanas, meses y años en el mismo lugar, hizo, para llegar a ese sitio, el mismo viaje en colectivo, del que bajó y subió su peso de ida y de vuelta, la suma de todos esos días. Si tuviera que traducir su tiempo a peso serían toneladas ¿Entendés?
- Sí, sí, perfectamente. Veo también ahí una idea de movimiento.
- Mi madre, pongamos por otro caso, se peinó frente al espejo, sintiendo las ansiedades y angustias que expresaba en sus preguntas, también durante la infinidad de instantes que dedicó a contemplar la expresión de impotencia o sorpresa que le inspiraba la vida frente a ese mismo espejo, tratando de cambiarla o descubrirla, peinarla o maquillarla. Es decir, mis padres fueron actos repetidos principalmente. Si los seres humanos somos lo que hacemos, nuestro tiempo es lo que hacemos también y nuestras características memorables surgen de lo que repetimos ¿Me seguís?
- Perfectamente, y cómo representarías a tu madre o a tu padre en cuerpos volumétricos, o sea, en poliedros?
- En el caso de mi padre visualizo una bota con partes transparentes, translúcidas y opacas que den la incesante impresión de un descomunal tonelaje que suba y que baje de un estribo. En el caso de mi madre veo un espejo que se derrite como los relojes de Dalí y que, en el centro, lleva su imagen desvaída a la manera de las mujeres de Modigliani, con su largo pelo blanco y expresión de niña sorprendida.
- Interesante ¿Y cómo visualizas a tu amor recientemente perdido, a Edelmira?
- En su imagen habría elementos como arenas, estrellas de mar, y los volúmenes serían abiertos, como si estuvieran invitando a ingresar en ellos. Podría ser un gran cubo asimétrico con una punta abierta y desgarrada. En el interior del cubo el color de la noche cerrada con estrellas, el del mar azul petróleo, un celeste o turquesa, con mucha luz, y un color de arena, también con mucha luz ¿Podrías hacerlo?
- Yo sólo trabajo encargada de adentro, por mí misma. Si compusiera algo a pedido sería insincera y el producto que resultaría, inauténtico, de muy baja calidad. Estaría estafándome y estafando, claro. No creo en los artistas que trabajan por encargo de otros.
- ¿Te molestó? – Elena alargó su mano con la pregunta y tomó la mano libre de Malva que estaba sobre la sien de ella como para acariciársela. Malva fregó un instante su mejilla sobre la palma de Elena y le dedicó un beso.
- No seas tonta – le dijo - ¿Por qué me va a molestar? Te quiero igual, aunque no seas capaz de representar vos misma lo que sentís.
Hubo un silencio sólo ocupado por los sonidos del comedor en el que las dos se contemplaron sonriéndose, con avidez. Malva retomó la palabra.
- Si sos capaz de describir, de tener una idea sobre cómo representarías en un objeto exterior a vos, creado por tus manos, lo que ves o sentís a propósito de algo o alguien, ya tenés en embrión una artista plástica dentro, lo único que te falta es trabajar para parirla.
- Nada fácil.
- Y no, es verdad, aquí la naturaleza no te ayuda tanto como en el caso del feto y el bebé. Se trata de un parto difícil, de transformar idea en materia, abstracción en realidad, potencia en acto.
- Es aristotélico.
- Es aristotélico, en efecto.
- Sabes que no te hacía una intelectual – comentó Elena.
- Yo a vos tampoco.
- ¿Cómo me veías o cómo me viste la primera vez, cuando nos conocimos?
- Como una viejita verde ¡No, mi amor, es una broma! Te vi como la mujer más atractiva que había visto nunca.
- Ahora exagerás.
- No, de ningún modo. Ya te lo confidencié, me mojé, me excitaste.
- ¿Pero, qué me viste?
- Te pareces a Lena Olin, la actriz ¿La tenés?
- Sí, por supuesto. Además me encanta
-  Tenés la misma boca, la misma nariz, la misma frente, el mismo pelo, sos alta. Se te forman las mismas arruguitas alrededor de las comisuras, cuando sonreís, y tus ojos son verde aceituna con luz de fiebre, como los de ella.
- Y los tuyos son negros y preguntones – dijo Elena.
- Preguntan por vos, quieren penetrarte, abarcarte, devorarte. Como puede existir una mujer tan bella y tan salvaje como vos ¡Me tenés loca, loca! – Malva había acompañado y subrayado sus comentarios subiendo su pie por la pantorrilla hasta la curva posterior de la rodilla e intentó alargarse y llegar, entre los muslos de Elena sobre el asiento, hasta su entrepierna. Para lograrlo se estiró y acercó más su silla a la mesa que, por suerte para las dos, estaba cubierta por un mantel largo que velaba los afanes y gimnasias de contacto físico. Finalmente pudo Malva con su dedo grueso alcanzar el sitio anhelado y comenzó a frotarlo suavemente, como una experta. Elena se soltó a pesar de ella y, para disimular su turbación, se cubrió la boca con una mano, en la otra empuñó un escarbadientes. Fingía tratar de quitarse un resto de espárrago de entre los dientes mientras suspiraba y Malva la observaba ensimismada, concentrada en su apasionada e insistente caricia. En realidad ni los comensales presentes a esa hora en el inmenso salón, ni los meseros, ni el adicionista, ni persona humana alguna, les prestaban atención. Finalmente las dos se aflojaron al unísono en una convulsión ahogada. Malva se incorporó como si tosiera y tuviera que dirigirse inmediatamente al baño y Elena se sirvió agua en la copa y la bebió como si por fin hubiera logrado quitarse de los intersticios de sus dientes el molesto resto de espárrago. “Al pedo tanta actuación” – pensó luego de echar una rápida mirada a su alrededor y comprobar que nadie las observaba. Pero los que estaban las miraron cuando ellas comenzaron a reírse a carcajadas.
Después de terminar en la cama lo que restaba de la siesta, minutos que aprovecharon para hacerse el amor y dormir, en ese orden, se vistieron y salieron a caminar y pasearon mirando vidrieras por la Avenida Colón y la peatonal San Martín. Mar del Plata no estaba superpoblada como solía a partir de diciembre y hasta marzo. Todavía era noviembre y los turistas no eran tantos ni tan tumultuosos. Fueron hasta la feria de artesanías vecina a la basílica, compraron pulseras de plata vieja y unas sandalias de cuero decoradas en colores vivos. Ingresaron enseguida a la enorme nave de la basílica, caminaron por la plaza y después regresaron lo suficientemente cansadas como para no cenar y tirarse a dormir. Se despertaron en la madrugada con hambre. Malva fue la primera que se sentó contra el respaldo y encendió un cigarrillo.
- Buen día – dijo Elena desperezándose. Se incorporó también ella y se sacudió como si tiritara. La cortina de la ventana estaba levantada hasta la mitad y en la línea del horizonte la luz comenzaba a despuntar. El fresco del alba entraba a raudales. Elena encendió entonces su cigarrillo.
- ¡Qué temprano es, por Dios y qué frío hace! Decime ¿Qué haremos, cuál será hoy nuestro futuro, mi querida artista plástica? – preguntó. Las primeras bocanadas de humo habían teñido con finísimas líneas blancas la atmósfera un poco gélida de la habitación
- El futuro existe sólo como ilusión, como la promesa de algo que quizás jamás será logrado – sentenció Malva, mientras exhalaba despacio el humo de su primer cigarrillo del día. Enseguida contó: - Mirá, hace años, cuando era una jovencita púber, yo escuché a mi mamá, Dolores Lacerba que no era ni es ninguna santa, cuando le confiaba a una amiga íntima que, desde que lo conoció, había estado enamorada de mi tío, es decir, el hermano de su esposo, o sea de mi papá, mi tío ¿Okey? Le contaba que no lo podía mirar sin turbarse, que trataba de quitarle la vista de encima pero que los ojos se le iban hacia él sin que se pudiese contener. Tenía pánico de que él se diera cuenta y hasta sospechaba que así había sido, que él lo había advertido, porque también la miraba y cuando se daba cuenta que ella lo sorprendía en la admirativa contemplación le quitaba rápidamente la vista de encima. Le dijo también que vivía torturada porque a veces experimentaba un deseo tan fuerte de que él la tocara o de tocarlo ella misma que hasta había tenido que llegar a masturbarse pensando en él, y que lo hacía secretamente, casi todas las semanas, para poder tolerar lo que sentía por su cuñado sin tener que decírselo. Esto lo recuerdo mucho porque en mi mamá fue una muestra de pudor sorprendente. Tanto que a veces sospecho que quizá mi tío haya sido su único y verdadero amor. Un día su cuñado murió de repente en un accidente y no hubo más mi tío. Yo, que era una mocosa y había escuchado la conversación entre mi mamá y su amiga confidente, pensaba siempre en esa historia de amor inconfesable de la que, por supuesto, jamás pude hablar con mi mamá y cuando ocurrió la muerte de mi tío sentí, con toda la fuerza, qué absurdos e impotentes y frágiles somos los seres humanos. También me di cuenta de que el futuro no existe, no existe para nadie. Somos lo que hacemos y en el momento exacto en que lo hacemos.
- Y esa historia que me acabas de contar, ¿no te sugirió ninguna escultura? – preguntó Elena recogiendo sus largas piernas y elevando como dos cumbres sus rodillas hasta iluminarlas en la franja de luz que proyectaba la ventana que daba hacia el mar y el amanecer y en la que flotaban las volutas y los pequeños torbellinos del humo de los cigarrillos.
- No lo se, pero lo que sí no puedo negar es que me ha abierto el apetito de un modo descomunal. Si tuviera que representarlo esculpiría una enorme boca abierta transparente y tres sándwiches tostados entrando sobre la lengua y entre los premolares y sería totalmente figurativa.

Amilcar Luis Blanco  (Pintura de Henri de Toulousse Lautrec) (Fotografías postales de Mar del Plata)




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