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“Para no tener que salir, previendo que podrías estar abajo, en el palier
de entrada o en la vereda, telefoneé a Malva. Cuando escuché el portero y
reconocí la voz juvenil de mi flamante amiga me sentí aliviada.
Los grandísimos ojos negros
curiosos, como de gacela, la piel blanquísima, el vestido negro escotado de
falda muy corta, los tacos altos, el pelo renegrido a la garzón, pero el rouge
ya no malvón, sino de un rojo vivo, se me plantaron de frente. Malva se quitó
nuevamente un chicle de su boca, lo metió prolijamente dentro de un pañuelo de
papel; lo sacó de su cartera fina y larga que parecía un estuche ancho y me
besó con labios húmedos y carnosos. Había algo africano en ella, intrigante.
Intuí que venía por más, y con todo.
- ¡Nena, cómo estás! Venís con
todo. Pará, vamos a sentarnos.
La idea que me asaltó en el
momento de abrirle y saber que vos, Negra, habías abandonado tu vigilia frente
a mi domicilio, valga la redundancia, es que yo no tengo idea de lo que pasa
dentro de mi cuerpo y lo enfrento a cualquier experiencia. Como todos, si
estuviera enferma de una enfermedad terminal no podría darme cuenta y cuando me
diera cuenta ya sería tarde. Los seres humanos somos demasiado complejos,
demasiado frágiles y demasiado vulnerables. Pero si me hubiera muerto de una
enfermedad terminal en poco tiempo tu remordimiento por traicionar a Alejandro
hubiera impedido que nos volviéramos a ver, ya para siempre. Nuestra despedida
habría sido en realidad un hasta nunca.
Por eso invité a Malva a que
primero se sentara y enseguida se calmara. Su entusiasmo no era compatible con
mi ansiedad y mi tristeza y había sentido un retortijón, una especie de
presagio de tormenta intestinal ¿Sería la emoción producida por la reacción
química de mi cuerpo al enfrentarme al suyo, el de una nueva mujer extraña,
directa y sin inhibiciones, después de mi desplante ante vos, Negra? No lo
sabía, pero si de entrada nomás me dejaba arrastrar por la pasión, por el
entusiasmo, digamos hormonal, despertado por aquélla recién conocida muchacha,
y que se sobreponía misteriosa pero tan saludablemente a mi depresión, estaría
perdida.
Me entendió bien porque se
sentó sin pronunciar palabra. Le ofrecí un whisky. Me aferró la mano con la que
le alcancé el vaso, la rodeó con la suya para retenerla. Tuve un pequeño
espasmo y comencé a sollozar sin poder contenerme. Malva alargó entonces su
otra mano, me tomó de la cintura y tironeó un poco de mí cuerpo para atraerlo a
su lado en el sillón. Me dejé llevar, caí sentada a su costado y apoyé mi
frente y mi cara compungida entre sus pechos para poder llorar a gusto. Me
acarició el pelo, la nuca, me dio suaves palmadas en la espalda, me besó en la
cabeza, en las mejillas, en la frente, en los párpados y finalmente en la boca,
la suya era un anillo de fuego sobre mis labios helados. Entonces, ya de nuevo,
pese a mi congoja, no pudimos detenernos y todo fue muy tierno, muy dulce,
pasando de la humedad lacrimosa del consuelo al fuego de la pasión. Otra vez
nuestros cuerpos se metieron en una especie de tobogán o corriente incesante y
cuando el trance terminó quedamos una a la orilla de la otra, como si fuéramos
dos praderas palpitantes separadas por un tembloroso río y no dos mujeres
acostadas rozándonos los cuerpos. Ya no sentía el desconsuelo, ni la sensación
de vacío en el estómago. Pensé, por un momento, Negra, que las dos nos habíamos
salvado de y con tu pesadilla. Yo, porque había encontrado otro amor y vos
porque habías vuelto a Alejandro.
Cuando me recuperé, me levanté
y encendí un cigarrillo; así desnuda como estaba caminé hasta la ventana. La
vida fluía nuevamente. Desde mi departamento se veían los edificios de enfrente
pero también un claro abierto, provocado por el espacio sobre los techos de
edificios más bajos; permitía que la vista se extendiese hasta perfiles grises
de delgadas antenas, chimeneas, terrazas con ropas tendidas agitadas por el
viento, balcones con macetas y plantas y, más allá, el perfil del río y la
bruma sobre el agua rosada. Exhalé el humo del cigarrillo. Malva se incorporó
también, me pidió fuego y en la semipenumbra conecté la brasa de mi cigarrillo
con el extremo del suyo. Al hacerlo, le
tomé la mano y sentí su calor.
- Conversemos- le dije. Se
dejó caer a mi costado, liviana y perfumada.
- Okey. Yo empiezo – contestó
- ¿En qué época de tu vida te diste cuenta de
que eras lesbiana?- atacó enseguida.
Hice una pausa y me propuse
defenderme y ser lo mas veraz que me fuera posible.. Después de pensarlo bien
le dije:
- Lesbiana, quizás no sería la
palabra adecuada. A la palabra la definí mas tarde. Simplemente me di cuenta de
que deseaba y necesitaba otra mujer cuando tenía diecisiete años y me enamoré
de una compañera, entre medio de mis dos ingenuos, inocentes y bien
intencionados padres que me adoraban, en vísperas de mi ingreso a la Facultad de Filosofía y
Letras, en aquéllos años de plomo.
- ¿Pensaste entonces que un
hombre nunca te gustaría?
- Pensé en el matrimonio con
un hombre como una necesidad cruel y dolorosa. Casarme para disimular, para que
mis padres no sufrieran aunque yo tuviera que padecerlo y para que la gente no
se inmiscuyera en mi verdadero deseo. Fue un propósito arduo, doloroso, y que
jamás se cumplió en mi caso, aunque mis padres jamás tampoco se enteraron
¡Gracias a Dios! de mis verdaderas inclinaciones
- ¿En la adolescencia te
hacías alguna idea acerca de tu futuro como, digamos, “mujer distinta” o mujer
que desea a otra mujer?
- Después de que la chica de
la que me había enamorado huyó espantada, una vez que en un baño de la Facultad intenté besarla
y acariciarle un seno, quedé desengañada y amargada, lloré durante casi una
semana en secreto y quise renunciar a mi deseo, a lo que descubrí que era en
realidad, es decir yo era y soy mi deseo o preferencia sexual, entre otras cosas.
- ¿Tus padres, tus hermanos,
no se daban cuenta de que algo te pasaba?
- No tengo hermanos y como
única hija mis padres estaban embobados, como ciegos conmigo.
- Y, actualmente, te resulta
difícil conciliar tu condición de lesbiana y el papel social de mujer que te
ves obligada a asumir.
- A veces, pero, ¡me
acostumbré tanto! Esta época ha terminado por dar un aspecto tan irrisorio o
tan ridículo a la “preocupación social” que me ayuda a liberarme un poco en lo
que respecta a mi inclinación lésbica. Cuando estaba con mi pareja y hacíamos
el amor, encerradas, escondidas, sentía que lo que hacía era algo valioso y, a
la vez, delicado. Para no deprimirme siempre me digo a mi misma que cuando
cumplo con mi deseo más intimo estoy respetándome, o sea, respetando mi
libertad ¿Y a vos, como te va? – pregunté a mi vez.
Sobre todo porque me escuchaba hablar sobre mí
misma como ni siquiera lo hacía en mis soliloquios interiores. Malva respondió
después de acomodarse cruzando sus atractivas piernas, separarse un poco más de
mí hacia el extremo del sillón, encenderse un cigarrillo, aspirar profundamente
y soplar una tenue y acelestada bocanada:
- Mirá, yo me di cuenta de que
me podía metejonear con una mina cuando ya era bastante grande, veinticinco
años y ahora tengo treinta y dos, después que me separé de mi marido o que él
me abandonó. Lo mío fue algo muy sorpresivo, inesperado. Tardé en dejar de
sentirme en falta, culpable, pero creo que, ahora, igual que vos, lo he
conseguido o lo estoy haciendo. Siempre fui medio potra, bastante chúcara, como
dirían en mi pueblo.
- ¿Te sentís, entonces,
satisfecha con tu personalidad lésbica?
Malva se acomodó de nuevo
moviendo su poderosa cola y dio otra pitada antes de responder, finalmente
dijo:
- Te diría que muy satisfecha
en mis relaciones privadas, en mi relación con vos, ahora, por ejemplo. Pero el
aspecto público de mi inclinación, el buscar programas cuando me quedo sola,
jamás me ha gustado, me resulta insoportable, me hace sentir una puta
cualquiera.
- O sea, la otra noche me
buscaste…
- ¿No me digas que no te
sentiste halagada y un poco puta vos también? – me cortó.
- Creo que se me mojó – le
respondí guiñándole el ojo. Era verdad. Quise saber más de ella. Así que seguí
preguntándole:
-Tenés mucha energía y la
noche que nos conocimos estabas caliente. Si de pronto te dejaran de gustar las
mujeres ¿pensás que podrías sentirte igualmente feliz?
- Sí, porque también me gustan
los hombres. Pienso que lo que de verdad no toleraría es la falta de deseo. Es
como si la libertad sólo se justificara cuando está ocupada por el deseo –
explicó Malva. Enseguida preguntó: ¿Y, en el caso tuyo, que comenzaste a
comportarte como lesbiana a tus diecisiete, pensás que la experiencia de haber
comenzado tan joven te sirvió, que de otro modo hubieras perdido tiempo?
- Seguramente que sí. Pero
sobre este punto no tengo complejos. Mi conducta ha sido siempre, desde que
tuve aquél traumatizante desengaño, aceptar únicamente de las mujeres que me
interesan las que a su vez también me demuestran interés. No creo haber tenido
ni más ni menos levantes o conquistas por haber comenzado antes. Creo haber
tenido los que Dios o el destino han querido regalarme.
- ¿Pero el tener más
experiencia te da una cierta solvencia, o no? – volvió a inquirir mi invitada.
Parecía estar verdaderamente interesada, y quizá lo estaba.
- No creo. Toda relación es un
misterio. En verdad no creo haber aprendido a seducir. En todo caso quizá a
escuchar. Lo considero más importante – le respondí.
- ¿Pero no te considerás
acabada, no?
- ¡Nena! Tengo apenas cuarenta
y cinco años ¿Vos me considerás acabada?
- ¡Para nada, mamita! Mis
preguntas se inspiran en tus respuestas.
- Vale, como dicen los
españoles, si querés seguí preguntando.
- Sigo ¿Habitualmente, hacés
planes en tu vida o te gusta descubrir lo que harás a medida que vas viviendo?
- Las dos cosas. Hago planes y
las circunstancias los modifican y me adapto, lo acepto, algunas veces con
alegría, otras con tristeza y resignación. Trato de no desesperar, ¡siempre!
- Tu método es entonces tratar
de no desesperar…
- Exacto ¿Y el tuyo?
- Creo que lo mismo. Cuando
estás enamorada, ¿te gusta hacer confidencias con alguien?
- No tengo amigas o amigos.
Cuando estuve enamorada, mi amor, mi pareja, fue mi amiga, mi confidente.
- Sos obsesiva, absorbente,
posesiva…
- Es verdad, lo soy, pero
trato de no serlo. Trato siempre de respetar a la otra persona.
- ¿Lo conseguís?
- No siempre, sólo a veces, a
veces me siento un poco invasora.
- Pero, ¿no experimentas la
necesidad de hablar de la persona amada?
- No. Y cuando
excepcionalmente lo hago quedo descontenta conmigo.
- Pero ahora, por ejemplo, que
tu relación terminó y te sentís como la mierda, me imagino que sí, que querrás
hablar de ella…
- Y, bueno, ahora sí, con vos,
que te estás ganando ese derecho a indagarme, a que te chusmeé todo.
- ¡Quiero besarte, quiero
besarte…!
Luego de la exclamación Malva
se apretó más contra mí, puso su boca sobre la mía y me tomó de la nuca de
manera que dirigió el beso y se hizo dueña de mí de nuevo y dejé de pensar. Al
rato, cuando abandonamos las dos ese momento, prendí otro cigarrillo. Mientras
fumaba pensé que la conversación que habíamos tenido no había sucedido nunca o
había sucedido siempre. Sentí que estábamos las dos saturadas de comunicación,
que nos habíamos entendido demasiado pronto y demasiado bien aunque yo supiera
menos de Malva que ella de mí. Ella había sido la interrogadora y yo la
interrogada. Me pareció que había preguntado más que yo. Con vos, Negra, eso no
había sucedido jamás. Como dije antes, entraba en vos como en el agua o como en
una tormenta o un día de sol, con placer, sin preguntas y sin culpa. Me metía
en tus humores corporalmente, gestualmente, cotidianamente, con naturalidad.
Era como si no necesitáramos del diálogo para comunicarnos. No mediaban entre
nosotros las palabras sino los hechos. Creo que lo voy descubriendo a medida
que pienso y escribo y me alejo de vos. Creo que no fue tu pesadilla. Nuestra
distancia comenzó como una especie de crepúsculo fatal de un día que se fue para
no regresar, como se va la vida, en bicicleta, en aquélla que te dejé para que
nos alejáramos. Creo también que las dos lo aceptamos y dejamos ocurrir entre
nosotras esa puesta de sol, ese hundimiento de la luz, de la fe recíproca y
compartida. Quizá el día en que Alejandro le pagó al oficial tomé conciencia
del enfriamiento y pude comenzar a ponerlo en palabras, aún sin saber que
habías tenido esa pesadilla.”
Amilcar Luis Blanco (Pintura de Gustave Courbet)
Se nota que es la novela de alguien que también es poeta en que los personajes expresan mucho, a menudo con imágenes, sus sentimientos, bien directamente o a través del narrador. Por otro lado, me encantan esas expresiones argentinas: "metejonear con una mina", me ha encantado.
ResponderEliminarTe lo compartí, Amilcar, pero le quité el cuadrito, porque a mi perfil viene mucha gente y con ese cuadro de Courbet me quitarían la cuenta, eso seguro. Besos.
ResponderEliminarGracias Luis por tu comentario. Sí, metejonear es una palabra muy argentina. El metejón es el enamoramiento, el amor loco, muy sensual, exageradamente erótico e idealizado. También se dice "camote", es un término mas anticuado.
ResponderEliminarGracias Mayte. Desgraciadamente los mojigatos y reprimidos abundan aún en este siglo XXI, cuando tomen la sexualidad naturalmente el mundo habrá cambiado en forma cualitativa y profunda. Besos
ResponderEliminarPues sí, pero deben estar todos en Google+, jeje, porque todavía hoy visité el perfil de un nuevo seguidor para devolverle lectura y vi que había comentarios de hace unos meses allí en los que hablaban de que también a él le habían sancionado por poner la foto de una chica mostrando los pechos, así que ya ves, hay que andarse con cuidado. Tú corres menos peligro porque tienes menos seguidores, pero en cuanto se tienen muchos y son todos desconocidos, nunca sabes de dónde te va a venir la pedrada.
EliminarBesos, Amílcar, te leí tu nuevo poema, y es realmente muy bueno, como el anterior. Me gusta mucho esta forma tan profunda como abordas la poesía. Y bueno, la novela no te la releí, pero recuerdo que era muy buena también cuando en su día lo hice.
Muackssssssssssssssss!