domingo, 17 de agosto de 2014

CAPITULO OCHO DE "LAS WALKYRIAS"

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Cuando volví en mí, como otras veces ya había sucedido con Malva, quedé recostada como estaba, pensando y asociando ocurrencias vagas, bueyes perdidos. Pensé que, según parece ocurrir, las mujeres solemos estar más lejos de la pasión física que los hombres, pero quizá en el caso nuestro, de las homosexuales, eso no ocurra ¿Por qué? Bueno porque solemos, me parece, andar tan solicitadas por el sexo como los hombres, es decir por esa urgencia venérea que los persigue y lleva a todo tipo de aventuras, aún las más insólitas. Para probármelo recordé lo que me había contado una vez una señora amiga de mi mamá. Su padre, hombre alto y atractivo del tipo alemán, rubio, ojos azules intensos, había tenido éxito con las damas en sus años de mocedad. Cuando le sobrevino la decrepitud y ya no dio más jugo, como Cipriano, el del tango, su gusto y afición por las mujeres de todo color y pelaje, con el sólo requisito de su atractivo erótico, no cesó ni se detuvo. Tan torrencialmente manejaba el instinto lúbrico los estados de ánimo del viejo que solía éste emperifollarse y salir a la puerta de su casa de viudo, bien cuidada y limpia, mantenida por él para ocasionales encuentros con chicas pagadas, a decirles piropos y requiebros a cuantas mujeres mozas y bonitas pasaran por su vereda. Esto le ocurrió en la Ciudad de Posadas, Capital de las tierras coloradas de Misiones, atravesadas por lomas o cuchillas y en las que el bosque pujante y verde desborda a cada tramo el trazado de la ruta y las calles e influye sobre el cerebro y el cuerpo de cada uno de los misioneros, cualquiera sean su edad y condición, con fuerza de lujuria vegetativa o casi animal. Bueno, pasó entonces que en una de sus salidas vespertinas, consiguió el libidinoso anciano conmover con sus requiebros a dos hermanas paraguayas, que si no quedaron de verdad impresionadas por las ocurrencias verbales del alemán supieron fingirlo bien porque entre sonrisas, caídas de párpados, miradas tiernas y algunos sonrojos no del todo virginales, se hicieron invitar al interior de la casa del viudo. Se dejaron también agasajar con tragos y otras delicias que el viejo atesoraba para ocasiones como esas. El caso fue que cuando finó el día, es decir casi sobre la medianoche, habían bailado, parloteado, y se habían dejado tocar por el hombre de tal modo que, en el espumante frenesí de tanta excitación, consiguieron embriagarlo o dejarlo tan escasamente consciente de lo que hacía y le podría sobrevenir, tan desprovisto de alarma y desprotegido, que lograron envolverlo finalmente, como el relleno de un panqueque, dentro de una alfombra en el propio living de su casa, y, por supuesto, se llevaron todo su dinero y una colección de objetos de valor, artefactos, electrodomésticos y joyas que habían pertenecido a la extinta, después de la llamada telefónica a un cómplice que llegó a cargarlas en una desvencijada camioneta que algunos vecinos pudieron ver sin imaginarse por qué estaba estacionada a esa hora frente a lo del alemán. El hombre, diabético de ochenta y dos años, transpiró profusamente hasta deshidratarse en su estuche de fuego y, si bien cuando lo encontraron al día siguiente, transcurridas más de doce horas, todavía estaba vivo aunque casi ciego, no terminó de reponerse nunca de aquélla lamentable aventura.
Es así, los hombres son libidinosos por naturaleza, las y los homosexuales lo somos por ansiedad y desesperación, por terror pánico a la soledad que nos amenaza y visita como un tirano impiadoso. Las únicas libres e independientes de estas arbitrariedades genéticas son las mujeres heterosexuales, y eso mientras son jóvenes y bonitas. De lo que  no estaba libre cuando era una niña fue de imaginar a los adultos, entonces para mí asexuados, como tristes y resignados seres, a los que desde mi fuero interno compadecía porque los intuía esclavos de sus hábitos, trabajos, inclinaciones y posesiones materiales. En esa tosca y salvaje corazonada de niña no me equivocaba acerca de la índole del destino de la gente mayor. No deseaba entonces crecer porque me daba cuenta que, fatalmente, eso significaría caer en una trampa en la que caen todos y de la que no podría salir, tal como el viejo, niño envuelto en su alfombra.


 Amilcar Luis Blanco    

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