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Cuando volví en mí, como otras veces ya había sucedido con Malva, quedé
recostada como estaba, pensando y asociando ocurrencias vagas, bueyes perdidos.
Pensé que, según parece ocurrir, las mujeres solemos estar más lejos de la
pasión física que los hombres, pero quizá en el caso nuestro, de las
homosexuales, eso no ocurra ¿Por qué? Bueno porque solemos, me parece, andar
tan solicitadas por el sexo como los hombres, es decir por esa urgencia venérea
que los persigue y lleva a todo tipo de aventuras, aún las más insólitas. Para
probármelo recordé lo que me había contado una vez una señora amiga de mi mamá.
Su padre, hombre alto y atractivo del tipo alemán, rubio, ojos azules intensos,
había tenido éxito con las damas en sus años de mocedad. Cuando le sobrevino la
decrepitud y ya no dio más jugo, como Cipriano, el del tango, su gusto y
afición por las mujeres de todo color y pelaje, con el sólo requisito de su
atractivo erótico, no cesó ni se detuvo. Tan torrencialmente manejaba el
instinto lúbrico los estados de ánimo del viejo que solía éste emperifollarse y
salir a la puerta de su casa de viudo, bien cuidada y limpia, mantenida por él
para ocasionales encuentros con chicas pagadas, a decirles piropos y requiebros
a cuantas mujeres mozas y bonitas pasaran por su vereda. Esto le ocurrió en la Ciudad de Posadas, Capital
de las tierras coloradas de Misiones, atravesadas por lomas o cuchillas y en
las que el bosque pujante y verde desborda a cada tramo el trazado de la ruta y
las calles e influye sobre el cerebro y el cuerpo de cada uno de los misioneros,
cualquiera sean su edad y condición, con fuerza de lujuria vegetativa o casi
animal. Bueno, pasó entonces que en una de sus salidas vespertinas, consiguió
el libidinoso anciano conmover con sus requiebros a dos hermanas paraguayas,
que si no quedaron de verdad impresionadas por las ocurrencias verbales del
alemán supieron fingirlo bien porque entre sonrisas, caídas de párpados,
miradas tiernas y algunos sonrojos no del todo virginales, se hicieron invitar
al interior de la casa del viudo. Se dejaron también agasajar con tragos y
otras delicias que el viejo atesoraba para ocasiones como esas. El caso fue que
cuando finó el día, es decir casi sobre la medianoche, habían bailado,
parloteado, y se habían dejado tocar por el hombre de tal modo que, en el
espumante frenesí de tanta excitación, consiguieron embriagarlo o dejarlo tan
escasamente consciente de lo que hacía y le podría sobrevenir, tan desprovisto
de alarma y desprotegido, que lograron envolverlo finalmente, como el relleno
de un panqueque, dentro de una alfombra en el propio living de su casa, y, por
supuesto, se llevaron todo su dinero y una colección de objetos de valor,
artefactos, electrodomésticos y joyas que habían pertenecido a la extinta,
después de la llamada telefónica a un cómplice que llegó a cargarlas en una
desvencijada camioneta que algunos vecinos pudieron ver sin imaginarse por qué
estaba estacionada a esa hora frente a lo del alemán. El hombre, diabético de
ochenta y dos años, transpiró profusamente hasta deshidratarse en su estuche de
fuego y, si bien cuando lo encontraron al día siguiente, transcurridas más de
doce horas, todavía estaba vivo aunque casi ciego, no terminó de reponerse
nunca de aquélla lamentable aventura.
Es
así, los hombres son libidinosos por naturaleza, las y los homosexuales lo
somos por ansiedad y desesperación, por terror pánico a la soledad que nos
amenaza y visita como un tirano impiadoso. Las únicas libres e independientes
de estas arbitrariedades genéticas son las mujeres heterosexuales, y eso
mientras son jóvenes y bonitas. De lo que no estaba libre cuando era una niña fue de
imaginar a los adultos, entonces para mí asexuados, como tristes y resignados
seres, a los que desde mi fuero interno compadecía porque los intuía esclavos
de sus hábitos, trabajos, inclinaciones y posesiones materiales. En esa tosca y
salvaje corazonada de niña no me equivocaba acerca de la índole del destino de
la gente mayor. No deseaba entonces crecer porque me daba cuenta que,
fatalmente, eso significaría caer en una trampa en la que caen todos y de la
que no podría salir, tal como el viejo, niño envuelto en su alfombra.
Amilcar Luis Blanco
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