viernes, 19 de julio de 2013

Eso fue todo



Ella entró confiada a buscar algo que había olvidado en el departamento de él la noche anterior y descubrió que él estaba con otra. Eso fue todo. La vio a la otra desnuda sobre la cama tapándose con una sábana con expresión de niña sorprendida en una travesura y a él con el pelo desordenado, la boca abierta y la bata puesta; la de seda con arabescos bordó y fondo rosa que ella le había regalado y que lo hacía parecer un demonio . Desde luego desde ahí se dedujo, derivó, procedió, emanó, salió, se desprendió todo lo demás.
Es decir, antes aclaremos que era inesperado para él que ella fuera a esa hora, que hubiera abandonado su departamento distante, en otro barrio, para buscar éso; pudo haberlo llamado. Aún cuando era inminente que se mudara con él, hubieran pasado ya varias noches juntos en ese departamento e incluso lo hubieran redecorado. Pero de haberlo visto justamente allí, con la otra, en esa circunstancia, se derivó, ocurrió, todo lo demás . Porque a partir de ahí ella salió corriendo o caminando, despacio o mas o menos rápido del departamento de él, pero aturdida, eso sí, muy aturdida. Vio las paredes del living con ese verde tenue tan buscado por los dos, las reproducciones de los cuadros de Egon Schiele, Gustave Klimt, de las épocas azul y rosa de Picasso, con sus payasos, ecuyeres, equilibristas, etcétera; todo lo que les había gustado tanto siempre. Vio o entrevió o apenas advirtió, en una luz nublada, siempre como en un estado de sopor, el palier. Ingresó en silencio al ascensor. Lo recuerda bien eso porque su silencio contrastaba con el silencio de los demás rostros y cuerpos trajeados y vestidos de calle, a esa hora de la mañana cuando la gente se dirige a trabajar. Incluso ella iba a retirar, a traerse con ella ese algo que había ido a buscar que era su bolsita con cosméticos; un sobrecito plástico en el que llevaba el rouge, el lápiz delineador, el colorete, todo eso, y con eso precisamente dentro de su cartera iba después, como todos los demás que iban con ella en ese elevador ,a bajar a la calle para ir a trabajar como todos los días lo hacía. Y pensó que tampoco debería o podría dejar de hacerlo ese día; ir a trabajar porque de lo que le pagaban por su trabajo vivía y se mantenía y podía sostener su relativa independencia, tan importante. Importante más que nada desde su divorcio de Rafael.
De modo que lo hizo, fue a trabajar como si nada le hubiese pasado. Se sentó en su escritorio frente a la computadora,el teléfono, la pila de carpetas, en cuyos papeles debía entrar en búsqueda incesante para después calificar, testeándolo en la computadora, el puntaje entre uno y cien que merecían las distintas empresas proveedoras que hacían sus ofertas para las diferentes autopartes que componían los automóviles que se fabricaban en los establecimientos de su empleadora.
Su gigantesca empleadora, además de propietaria de los establecimientos, incluido el edificio de veinte pisos, en cuyo séptimo, estaba su pequeña oficina, era también dueña de los aproximadamente tres mil seres humanos que trabajaban diariamente para que la producción de vehículos no decreciera. El metabolismo burocrático que precedía al trabajo mecanizado y computarizado y manual especializado que precedía a la salida por fin del automóvil al mercado era absorbente, aunque respondiera a parámetros,  códigos y protocolos siempre iguales, requería de toda su concentración, de una atención meticulosa ya que de esa escrupulosa ejecución,  que se concatenaba con todas las demás, dependía el éxito del producto final.
Si bien a Ella las exigencias de su labor la distrajeron durante las dos primeras horas del día, la intensidad y fuerza del cachetazo, del golpe anímico que había recibido por parte de él, vestido con su bata de arabescos bordó, y que emocionalmente debía apenarla, hacerla sufrir y producirle una catarata de llantos que contuvo, el recio y brutal golpe se trasladó a su cuerpo, particularmente a su cabeza en forma de espantoso dolor, de relámpago hiriente y sostenido. Así que se desvaneció y cuando volvió en sí y unos ojos celestes curiosos bajo cejas renegridas en el rostro de una compañera de trabajo que la apantallaba enfocaron los suyos, toda la escena del departamento regresó a su memoria como si siempre hubiera estado allí, como si fuera el único trasfondo, el único proscenio, la insuperable decoración, el alrededor último e infranqueable de toda su vida.
Entonces fue cuando sintió que debería atravesarlo, que, de alguna manera no sabía cual, debería franquearlo, transponerlo, superarlo, hacer que desapareciera, se esfumara, evaporara, para poder seguir ella con su vida adelante.
Por eso del trabajo no se dirigió a su departamentito de soltera como le habían pedido que hiciera sus compañeras de trabajo, el médico y la enfermera que la atendieron y también su jefe, pese a prometerles que lo haría, sino que volvió con paso rítmico y apurado al departamento de él. No sabía exactamente qué iba a hacer, cómo procedería, con qué se encontraría.
Él trató de alejarla de la puerta hacia el palier, de que no ingresara al departamento. Había abierto desprevenidamente la puerta pensando que, como había transcurrido un tiempo más que razonable, no sería ella la que regresaba. Pero era ella. Entonces la empujó de modo que ella cayó ridículamente sobre las cerámicas enceradas del palier, las piernas abiertas hacia arriba, la pollera se le rajó, se vio a si misma como una marioneta desarticulada y la otra salió en enagua con el mate en la mano justo para presenciar su traste en ángulo, sus piernas hacia arriba. La otra gritaba, prorrumpía en exclamaciones, como una gallina a la que hubieran corrido. Entonces ella simplemente se paró, se compuso, no atendió al ridículo reciente ni a las explicaciones que él le daba y supo que ya nada le importaría. Sintió que su silencio para siempre con él sería la mejor respuesta, se marchó y eso fue todo.


Amílcar Luis Blanco   ("Awakening" por Oswaldo Guayasamín)

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