miércoles, 18 de septiembre de 2013

Las valvas abiertas




Los recuerdos estaban en el viento, en su movilidad, en el ágil manoseo transparente de las hojas incipientes de las copas de las acacias que comenzaban a poblarse de ese reverdecer y que decoraban la vereda y los frentes iluminados de los comercios en cuyas entradas y vidrieras pululaba el gentío como un enjambre. Le producía un ligero escozor ver cómo las mujeres subían las solapas de sus tapados de paño, pero ya dejaban ver lo ebúrneo y apetitoso de sus pantorrillas a través de las medibachas porque abandonaban las calzas y los pantalones. Acaso Guadalupe no había sido esa mujer misteriosa y apetecible, esa sirena que él había pescado; una Afrodita recién salida de las valvas de las olas. Ramón la había conocido en Villa Gessell hacia más de treinta años, se la había arrebatado al mar nadando vigorosamente y sacándola de una situación de ahogo. Entonces había sido un joven membrudo y orgulloso. Hoy ya no lo era, peinaba canas. Justamente como las que veía detrás del parabrisas de su automóvil. Esas ráfagas frías que agredían los pelos blancos de los ancianos que se atrevían a no llevar gorras y que, deshilachados, flameaban como débiles telarañas. El viento se propagaba más allá de él mismo, sentado en el interior tibio de su automóvil, y lo llevaba a una retahíla o caravana de imágenes conforme a las que iba componiendo acciones posibles para sus seres queridos en ese momento. Para su padre, nonagenario y enérgico, que no estaría a la intemperie y repasaría sus colecciones de grabaciones de tangos, tomaría mates amargos y andaría, aunque en pantuflas y piyama por su departamento, seguramente por las galerías de sus propios recuerdos, todavía más lejanos que los suyos, para espantar a la dichosa muerte rondándonos a todos desde siempre. Su madre, octogenaria, también a cubierto en sus quehaceres domésticos, tratando de escalar la mañana y de domar la reticencia de su árbol respiratorio, asediado a lo largo de su vida por el asma y, en los inviernos, además, por las patologías que afectaban los bronquios y que, según el pneumonólogo, se debían al EPOC, siglas que cifraban la enfermedad pulmonar obstructiva crónica. Después estaban los hijos o antes en el orden de sus afectos, repartidos por el mundo y las circunstancias, activos, veloces, desangelados por sus urgencias;consecuencias humanas de su mujer y de sí mismo. También los nietos.
Ellos sin duda, a su turno, enarbolarían en un futuro desconocido, detrás de sus trayectorias temporales indetenibles, recuerdos, remembranzas, informándoles y formateándoles los sentimientos, pero ya cercados o connotados por otros elementos ¿Cuáles? Era obvio: videos, blogs, escritos, fotografías. Sus tataranietos podrían reconstruír su vida actual y la de sus antepasados. Estarían, ya como estaba él ahora pero en mucha mayor proporción, rodeados de testimonios, vestigios, huellas elocuentes acerca de modos, maneras, detalles de  sus vidas presentes que para ellos serían pasado. 
La luz de la mañana se echaba sobre él a través del parabrisas y las ventanillas del automóvil. Su mujer, aquélla apetecible sirena, hoy una dama de pelo recogido y maneras recatadas, había entrado en la farmacia y él esperaba que saliera cuando de pronto se desencadenaron los hechos, como en una película. Un muchacho, no tendría treinta años, salió agitado, corriendo, de un edificio con enormes vidrieras que ocupaba la esquina y mas o menos veinte metros de la acera junto a la cual estaba Ramón dentro de su automóvil. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de lana negra con aberturas en los ojos . Vestía vaqueros celestes y una campera roja y blanca de lona y en la mano blandía una pistola. Otro salió detrás de él. Sostenía una bolsa en una mano, como en una rama quieta desprendida de su fijeza desesperada, seguramente conteniendo el dinero que habrían sacado de la caja. Habían intrusado un comercio de ropa femenina de bastante renombre y que ocupaba toda la esquina. La gente se quedaba detenida,  como paralizada, al verlos, todos como árboles, como las mismas acacias de la vereda. Una mujer se tapó la boca, un hombre se quitó los anteojos, otro cayó sentado sobre la vereda como si lo hubieran empujado. Dos chicas gritaron histéricas. El destino quiso que quedaran frente a frente con los asaltantes. Estos vacilaban, parecían no saber hacia dónde dirigirse. De pronto, el que llevaba la pistola pareció señalarle un rumbo al otro y apuntó con el arma hacia el coche en el que Ramón estaba estacionado.
Ramón tragó saliva, sus evocaciones se borraron y quedó anhelante, aterrado, convertido en puro presente dentro de su cubículo tibio, sintiéndose como en una caracola, aguardando el golpe que rompería su momentáneo aislamiento, su carcaza. Los asaltantes abrieron la portezuela y le ordenaron que descendiera inmediatamente. El que llevaba la pistola le apoyó la punta en la sien. Ramón bajó, casi cayéndose¿Se derramaba, acaso? Trastabilló y no atinó a decir nada. La llave estaba puesta en el arranque así que los maleantes arrancaron y en un instante doblaban y desparecían por la misma esquina de la tienda que habían asaltado. Pero un instante antes él había mirado las dos puertas abiertas de su pequeño automóvil y había sentido que eran las valvas abiertas y vacías por las que se filtraba el infinito. Varias personas que habían sido testigos de lo ocurrido se le acercaron y Ramón, que había quedado sentado sobre el cordón, no intentó todavía siquiera moverse; era él mismo el cuerpo de un molusco desnudo. Era un hombre de sesenta años y sintió en ese momento el peso de sus años, toda su vulnerabilidad, la viscosa masa expuesta de su miedo. Su mente había permanecido en blanco y regresaba, lentamente, a la circunstancia. Podría haber muerto en ese segundo fatal. Al rato vio venir hacia él a Guadalupe.  Había salido de la farmacia un poco atribulada por las exclamaciones y el agolpamiento de la gente hacia donde ella sabía que Ramón la aguardaba. El galope de su corazón se le aceleraba en el pecho pero cuando lo vio sentado, vivo, aparentemente tranquilo, la calma comenzó a espaciar sus latidos.
- Ramón, amor, ¿qué pasó, estás bien?
- Sí, estoy bien, tranquila ¿Sabés que se llevaron el coche?
- Sí, bueno, lo principal es que no te hayan golpeado o disparado.
El taxi los llevó al edificio de departamentos en el que vivían desde que vendieran la casa en El Palomar, la que los había albergado por años, en la que habían vivido los hijos desde que nacieron. Ahora, entraban tomados del brazo, aferrándose, en ese casi mediodía del todavía invierno y Ramón sentía que eran dos náufragos, dos criaturas vulnerables y expuestas, dos miedos tratando de fortalecerse, sumados, apoyándose. El viento seguía aumentando su inquietud y se hacía oír en las hojas de las copas de los paraísos que acusaban sus manejos. El cielo se había cubierto y un trueno prorrumpía en la distancia. El automóvil se recuperara o no, el seguro lo pagaría, tendría ese sentido de caracola vacía, de valvas abiertas sin nadie y él lo vería siempre como una parte de esa mañana por la que se filtraba el infinito, una más en su vida.

Amílcar Luis Blanco ("El pescador y la sirena" por Frederick Leighton)

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