martes, 17 de julio de 2018

COMPLEJO DE DIOS





                                               Anoche soñé que estaba en una fiesta con amigos y conocidos y había vuelto a fumar. En el sueño además sabía que hacía varios días, semanas o quizás meses, que  había regresado al vicio de aspirar y  expirar esa vigas blancas de dudoso atractivo, de humo alimentado tristemente por mi aliento, para darme una fútil importancia. Sentía todo eso y desprecio por mi mismo. Pensé que me repetía y volvía a uno de los ritos del aburrimiento, a una adicción para tontos. Siempre en el interior de ese mundo onírico, mientras sonreía y hablaba despreocupadamente a otra gente que sonreía y hablaba despreocupadamente y también fumaba, sentía que ya no tendría remedio; era la hoja arrastrada en la tormenta, el integrante de una muchedumbre de virtuales muertos antes de yacer en sus sepulcros que vagaba por calles, casas, reuniones, ágapes, festejos, oficinas, a diferentes horas en ciudades pobladas por zombis, por autómatas cuyas existencias eran regaladas a esas costumbres repetitivas.
                                             No recordé mi sueño (¿Pesadilla?) inmediatamente después de despertar, no. Me vino a la memoria cuando estaba lavándome las manos en el baño de mi departamento. Entonces, por decir así, una parte importante de mi alma me volvió al cuerpo. Me inundó una sensación de bonanza, de gratitud por saber que mis deseos de volver a fumar, por lo menos en la vigilia, estaban completamente dominados.
                                             Salí a caminar la misma tarde de ese día. Había dejado de llover y garuar, y, en el cielo, la cubierta gris de nubes había desaparecido dando paso a una atmósfera celeste que hacía parecer verdes flamantes las copas de los árboles y los céspedes en las veredas, aunque perduraran las manchas de humedad en paredes, frentes y mamposterías desnudas. Anduve  distrayéndome, mirando vidrieras de ropas, por la calle principal. Quería elegir un jean y un suéter azules porque me imaginaba vistiéndolos cuando fuera al teatro con la mujer de la que me había enamorado. Ese mismo día que siguió al sueño, para ir por la noche, una pareja de amigos nos había invitado  al teatro a ver una obra, "Dios mío", protagonizada por un actor, Juan Leyrado y una actriz, Thelma Biral, famosos y cuyo tema me interesaba. Así que me sentía estimulado por la perspectiva. Pero de pronto me perturbó la idea de que siempre elegía la misma calle para llegar al centro comercial, veía los mismos frentes, las mismas casas y comercios, los mismos cuerpos y caras de las mismas gentes y cuando me interrumpió el maullido agudo, casi el grito, de un gato que se trepó con la velocidad de un rayo a un árbol para escaparle a un diminuto perro que lo perseguía con un ladrido chillón y fastidioso pensé que la irrupción de lo azaroso cuando no nos llenaba de terror, escasas veces de alegría, contribuía a que la existencia no nos aburriese.
                                             Yo ya estaba muy enamorado de esa mujer amiga de la pareja que nos había invitado. Ella había comenzado a ser para mí un universo misterioso y desconcertante. Me enamoró casi a primera vista. Y digo casi porque cuando la ví por primera vez sus ojos, su pelo rubio, su frente amplia, me dieron la imagen de una intelectual y las intelectuales hasta entonces nunca habían sido mi tipo. Sin embargo "Ella", era su nombre de pila, me pudo. El brillo de la mirada de sus ojos castaños permaneció en mi mente después de haberme alejado de la presentación de un libro en el local en el que un amigo me la presentó. Ella era periodista. Escribía una columna de crítica literaria en una revista de variedades y, pese a ser una intelectual en toda la línea, más tarde pude averiguar que en la intimidad era tímida y necesitada de ternura como una niña pequeña y, aunque no era caprichosa, era dueña de una sensibilidad a flor de piel que la exponía a ser lastimada por infinidad de circunstancias. El amor se cayó de mí, se hizo visible como para que otros lo advirtieran, cuando la vi por segunda vez. Ella me llamó por mi nombre de pila y al darme vuelta y verla sonriéndome no pude contenerme, dije, "qué alegría verte de nuevo" y tomé su cara entre mis manos como si fuera el de una niña pequeña y la besé impulsivamente en la boca. Por supuesto, fueron mis labios cerrados sobre sus labios cerrados, pero la había tomado de ambas manos y Ella me sonrió mirándome a los ojos y las retuvo y, si las solté yo o ella no lo sé todavía, sólo se que volví en mí cuando escuché la voz del amigo con quien estaba en ese momento y cada uno de los dos seguimos nuestro camino ese día. Pero al llegar a mi departamento llamé a mi amigo para pedirle su teléfono y ese mismo día la llamé.
                                             Hasta esa llamada que le hice a Ella había sido bastante mujeriego, bastante promiscuo. Tenía un amplísimo registro o espectro de estilos de bellezas de mujeres para elegirlas. No me cansaba de admirarlas y desearlas, de sentirme seducido y cautivado por las perfecciones fisonómicas y físicas de sus rostros y sus cuerpos. Mi atención ponía demasiado énfasis en verlas como objetos eróticos y estéticos a la vez, con predominio de uno u otro aspecto y no me preocupaban las franjas etarias. De veinte a setenta años les encontraba siempre algún atractivo y era capaz de incurrir en las más rocambolescas acciones y comportamientos para conquistarlas y poseerlas. Se hubiera podido decir de mí hasta el encuentro con Ella que el único paraíso de eternidad que hubiera aceptado sin hesitar habría sido el de las mujeres. Me preocupaba además ser un buen amante, el mejor que pudiese. Atendía los detalles y exigencias de las mujeres que trataba y extraía de esas relaciones y compañías todo el placer que podía. Cuando conocí a Ella recién había cumplido cincuenta años y mi personalidad libidinolujuriosa no había mermado sino que, al contrario, estaba en su máximo esplendor.
                                            Algo giró en mí hacia dentro y hacia fuera y lo sentí como la vista de un trompo en atorbellinada aceleración y desplazándose despacio por un piso de parquet pulido y brillante cuando la ví a Ella sonreír y aplaudir el ingreso de Leyrado a la escena personificando a Dios. Además Dios llegaba como el gran padre de repuesto que toda mujer sumida en la desesperación necesita. En ardorosa soledad el personaje de la Biral se debatía en el revés de una existencia que la tenía atónita y desconcertada. Cuando salimos del teatro, bajo la fría intemperie de una noche de junio en Buenos Aires, la tomé de la mano y la atraje contra mi cuerpo y Ella levantó su rostro hacia el mío y unimos nuestros labios, nuestras bocas, en un beso dulce y suave. Sentí el impulso de protegerla y abrigarla y atemperar la impresión que la obra le había causado.
                                        Pese a todo, en las siguientes dos semanas de la función teatral, tuve una recaída en mi amor a la soledad y soltería, a la libertad casi empalagosa con la que disfrutaba mis ritos. Leer, escribir, mirar películas y series en Netflix, levantarme tarde y andar en mi departamento en calzoncillos, sentirme cómodo hasta hartarme y cuando me aburría salir a deambular, meterme en un café o en un teatro. Era Dios, el Dios de mí mismo, hundido en una mismidad que lejos de producirme la necesidad de consultar a una terapeuta con un hijo autista como el personaje de Leyrado en la obra me solazaba en mis vicios e imperfecciones anodinas e inofensivas. Era seguro que carecía de profundidad, tal vez de empatía, o madurez o de qué sé yo.
                               Por eso la irrupción de Ella en mi vida significaba una revolución interior, una experiencia inesperada. Debía compartir. Esa actitud por la que debemos penetrar a lo gregario cuando somos pequeños. Como si perforáramos el cascarón de soledad en el que estuvimos en el seno materno, asistidos por la presencia invisible del ser que nos alimentaba y garantizaba nuestras futuras posibilidades de avanzar hacia un destino desconocido. Compartir, interactuar, hasta llegar a sentir no sólo la presencia sino las necesidades, los padecimientos del otro. Sensibilizarnos admitiendo al otro como a nosotros mismos y descubrir a una cierta altura de la vida que nosotros somos el otro al que hay sobre todo que darle amor.
Pero salir del amor a uno mismo es como convertirse en el tercer hombre que no se ha sido. Enamorarse es enajenarse, irse de ese alambicado sitio frente a un espejo en el que, como Narciso inclinado sobre el agua contemplándose, me hallaba atrapado. Así fue para mí y después de haber conseguido un habitat neutral para los dos, para Ella y para mí, de haber abandonado nuestras solterías ambos, de haber quedado los dos solos frente a frente, Dios se debió esconder para nosotros.Como en el tango, en alguna noche perdida, "salí a la calle desesperado", angustiado por tanta sana compañía, por tanto mundo compartido. con el que no sabía qué hacer ¿ Cómo empujar ese nuevo destino hacia delante? ¿Yendo hacia los shopings a ver vidrieras antes de ingresar en exposiciones y salas de espectáculos, viendo películas y series en Netfllix los dos juntos, leyéndole, leyéndome? ¿Cómo dar un nuevo sentido a nuestras vidas, seríamos en adelante los huéspedes de una soledad compartida?
Nos miramos. En el fondo del comedor blanco latía el reloj. Lo sentí como un corazón desencajado.
- ¿Te aburrís? - le pregunté. De pronto. Ni yo mismo esperaba mi pregunta. La solté sin pensar.
- Sí - dijo Ella
Aunque sobrevinieron otras palabras. Para explicarnos, para excusarnos, para no herirnos, el día que siguió a esa noche nos separamos.

Amílcar Luis Blanco

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