domingo, 10 de enero de 2016

LA INUNDACIÓN.-



                                             El alrededor estaba oscuro y se encendía a ratos en breves relámpagos de luz violacea. Ella no lo sabía pero estaba tendida sobre un camalote unido a un tronco que flotaba en las aguas turbias que lo desplazaban con velocidades cambiantes hacia el lejano estuario, la remota desembocadura del Paraná. Sólo el levantarse episódico de sus párpados le traía, como fotografías o fotogramas en  sepia, el accidentado exterior. Ramas, melenas de sauces, bordes de juncos balanceándose, lomos de aguas leonadas y abrillantadas urdimbres empetroladas de esmeraldinos destellos. De pronto, a ratos, la balsa vegetal se detenía en accidentales remansos para seguir luego viajando lentamente y adquirir entretanto mayor velocidad, compatible con la del centro del torrente. El cielo no era siquiera cóncavo. Se cernía gris y pesado como compuesto de humos oscuros y plomizos y navegaba junto a ella y a su alrededor. Una gota, después otra, después múltiples, cada vez más pesadas, determinaron que abriera los ojos y llevara el dorso de sus manos sobre el rostro para guarecerse instintivamente. Deliraba y, en el delirio, soldados disfrazados de selva, con cascos y uniformes de colores verdes y marrones, disparaban sobre la embarcación en la que se refugiaba. Por alguna razón ella estaba agazapada en la borda, detrás de un rollo de gruesos cordeles y se protegía de la balacera. Los motores de más de un helicóptero, debían ser tres o cuatro, sobrevolaban la escena. En realidad había comenzado nuevamente a llover con inusitada fuerza y pesadez. La temperatura fría, casi helada, del agua contrastaba con su fiebre, la moderaba. Una lampalagua se deslizó deshaciéndose del matete de nudos y fibrosas raíces y hundió su cilíndrico cuerpo en el agua. El relámpago que hizo tronar la atmósfera la iluminó pero Elena percibió el torso de Julia, su amiga de infancia, la entrañable, oidora fiel de sus confidencias, invitándola con una seña para que ingresaran juntas por la escotilla abierta hacia el vientre profundo de la embarcación. Los helicópteros parecían alejarse y momentáneamente los soldados camuflados habían cesado el fuego. Se dejó caer entonces detrás de ella. Las dos estaban desnudas y debían esconderse. El negro y estrecho camarote con apenas un ojo de buey o ventana circular se dejaba penetrar por la tenue claridad pero filtraba escasísima luz, insuficiente para descomponer la tiniebla. Igualmente  les resultó bastante para escarbar en una espuerta de mimbre que contenía pantalones y remeras de los marineros que integraban la tripulación. Se vistieron rápidamente en la semipenumbra. Debían eludir las ansiosas y hambrientas miradas masculinas. Se iban a recoger el cuantioso pelo y anudarlo en las nucas para cubrirse con las gorras y lograr así mimetizarse y confundirse con los habitantes de la embarcación cuando sus bultos a contraluz fueron descubiertos por un marinero.
-         ¡Eh! ¿ Qué hacen? ¡Rápido, suban! El capitán nos quiere en cubierta.
Subieron a cubierta en el más absoluto desorden. El capitán daba órdenes desde el puente con la boca pegada a un megáfono pero ni Elena ni Julia podían entenderlas. Oían únicamente un metálico aullido cavernoso y grave que se confundía con la voz de la tormenta. El viento se atorbellinaba en las márgenes del río y alzaba y acostaba los penachos verdes de las copas de los árboles y arrasaba los arbustos más cercanos a la orilla. El nivel de las aguas había crecido y gruesas ondas, sin que la velocidad del torrente disminuyese, habían ingresado en un peligroso y cada vez más agitado vaivén que movía el buque de un costado al otro y determinaba que los marineros resbalasen al punto de que dos o tres cayeran al agua y alzasen los brazos y las manos y gritasen implorando ayuda. Elena y Julia se aferraban a la botavara, del mástil principal  se había arriado la vela mayor. Rezaban y se miraban aterrorizadas. Elena cerró los ojos con todas sus fuerzas, apretando los párpados y pidiéndole a Dios que si aquello era una pesadilla se apiadase y la devolviese a la vigilia. Cuando volvió a abrir los ojos comprobó que Julia ya no estaba allí, ni tampoco la cubierta del barco y los marineros que pedían auxilio. Únicamente la tormenta permanecía y el viento, cargado de lluvia, seguía dando inquietos revolcones sobre las aguas. Pero ahora el camalote que la contenía, yaciente y desfallecida, golpeaba contra los pilotes de madera de un amarradero y había quedado atrapado entre ellos. El desvencijado muelle destartalado resistía milagrosamente el embate del meteoro. Un relámpago la iluminó y un rayo partió el aire convirtiendo en fuego el tronco de un gigantesco paraíso que crujió y se abrió por el medio llenando el aire bruscamente de un fuerte olor a madera chamuscada. Elena intentó erguirse pero su cuerpo entero se hundió en las aguas densas y translúcidas. Vio largas y afiladas hojas de espartos y juncos proyectándose hacia las alturas, hacia la vaga claridad que, no obstante la furia de la tormenta, ondulaban apenas balanceándose. Todo era muy calmo allí abajo. Agradeció ese momento de calma y lucidez pero sintió la opresión en el pecho y la sensación súbita del ahogo y entonces braceando, como pudo, nadó hacia arriba, hacia la claridad. Aspiró hondamente el aire al emerger. Sus fosas natales se dilataron y sus pulmones se inundaron de un oxígeno vivificante y recuperó las fuerzas y el deseo para ganar la orilla. Finalmente sus dedos y las palmas de sus manos consiguieron aferrarse a las fibrosas raíces que, como nudos nerviosos o tensos tentáculos, mantenían, agarrándose al fondo arcilloso y duro, traspasadas las capas de humus fértiles, sedimentadas por el río, la erección y esbeltez de las acacias y los jacarandás que resistían con éxito el peso arrollador de la tempestad.
                                            Elena quedó durante largos minutos tendida sobre la hierba. Poco a poco reconstruyó los últimos tramos de su desesperación. Los instantes que habían precedido a su derrumbamiento físico sobre la flor de loto que había confundido con la pequeña cabeza de una gallina que  su hijo Tomás, aparentemente, había conseguido apresar. Antes de eso ella había corrido enloquecida desde su casa inundada venciendo con sus piernas debilitadas y raspadas y sus pies sumidos en un lodo pegajoso la distancia de aguas estancadas que separaban su casa de la corriente viva del Paraná. Se había lanzado a rescatar a su hijo y las voces de su marido y sus hijas no alcanzaron para detenerla. El chiquito, de tan sólo tres años, faltaba, según sus recuerdos, desde la medianoche anterior cuando había escapado hacia la calle, tratando de proteger los pollitos amarillos recién nacidos de una ponedora, con los que se había encariñado, ante la irrupción de las aguas en los ambientes interiores de su casa en la que vivía junto al esposo y las otras dos hijas. Ella había despertado bruscamente, transpirada, y había visto el agua barrosa rodeándola. En ese momento escuchó el grito de su esposo, el clamor de sus hijas y le pareció ver a Tomás, a través de la ventana, detrás de la gallina que nadaba desesperadamente hacia la corriente del río. Sin pensarlo se alzó y salió por la misma ventana abierta. Al acercarse al torrente, la flor de loto blanca, cuya pureza surge del agua, le hizo pensar que los ocho pétalos eran la cola de la gallina y que Tomás la había atrapado y no podía volver con ella.
                                            En realidad su hijo no había llegado a salir de la casa y su padre lo había amarrado de la camiseta y, enrollándola fuertemente sobre su cuerpecito, como si se tratase de un paquete, lo había izado hasta la azotea en la que se habían alcanzado a refugiar debajo del tanque del agua. De modo que Elena y su carrera desesperada que sucedió, noche por medio,  a la gripe que cursaba en cama al momento de desatarse la crecida habían coincidido casi, como la continuidad de un delirio onírico. Acaso ella había estado soñando con el amor de Tomás por los pollitos amarillos. Acaso había visto a la gallina y a su hijo tras ella. No lo sabía bien.
                                           Dejó que la energía se le propagase desde el pecho, desde el torso hacia la extremidades, vibrante en sus latidos, y haciendo un esfuerzo se incorporó. La tormenta parecía amainar, detenerse, grado a grado y la temperatura había descendido. Sintió frío e intentó calcular la distancia del sitio, ¿isla?, ¿porción de continente en el que se encontraba? y su casa.
                                           Escuchó el ronroneo de un motor, miró hacia atrás y pudo ver una lancha de la prefectura acercándose a la orilla. Desde un megáfono el hombre uniformado la instó a que la abordase. Elena corrió al precario muelle y agradeció a Dios. Una vez dentro de la embarcación le acercaron una manta. Otros refugiados como ella ocupaban los largos asientos laterales del atestado convoy fluvial que, a babor y estribor, constituían las comodidades bajo techo que se ofrecía a los inundados, rescatados y movilizados desde diferentes ciudades de ambas márgenes. Una anciana de rostro arrugado y curtido y pequeños ojos vivaces le preguntó.
-         ¿Y usted es de por acá?
-         ¿Dónde estamos?
-         Y estamos pues llegando al Tigre.

No lo podía creer. Por Dios! Ella había abandonado su casa persiguiendo imaginariamente a su hijo en Diamante, provincia de Entre Ríos. Había viajado por más de quinientos kilómetros sobre el río a bordo de un camalote y un tronco. Lo había hecho enferma, en el transcurso de un sueño o de una realidad, la de la inundación, cercana a la pesadilla.

Amilcar Luis Blanco

2 comentarios:

  1. Otro relato donde lo onírico se adueña del argumento, pues Elena sufre una atroz pesadilla mientras navega a la deriva sujeta a un tronco y a un jacinto de agua (como llamamos aquí al camalote), Paraná abajo y en medio de una no menos atroz tormenta. En un estado febril creía estar rescatando a su pequeño Tomás, pero en realidad era ella la que se estaba exponiendo al peligro de la inundación.
    Tu relato, aparte de original, está muy bien construido y es una prosa magnífica, de las mejores que te he leído, mi querido Amílcar, y eso que todas las tuyas son excelentes. ¡Mis felicitaciones por ello, Maestro! Besos :-))

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  2. Celebro que te haya gustado y agradezco el comentario. Si te gustan este tipo de relatos y nunca leiste "La noche bocarriba" de Julio Cortázar te recomiendo lo leas ni bien puedas. Besos y feliz semana!!!!

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