Están acostados bocarriba. Ella y él
miran el cielorraso blanco. Él se siente excitado, deseoso de tener sexo con
ella como tantas veces. Alarga su mano hasta el monte de venus de ella que se
la retira con brusquedad y fastidio.
-
¿Otra
vez?
-
Otra
vez qué
-
No te hagás el tonto
-
¡Ah,
ahora me retás encima!
-
Encima
de qué
-
De
que no querés coger.
-
¡No
quiero! ¿Y qué? No soy un objeto
Él no sabe qué contestarle. Se siente
cansado del tema y la discusión que provoca entre ellos y que ha sucedido ya
muchas veces. Evoca la mirada oscura de Edith, que fuera su amante y de la que
ahora se encuentra alejado, mirada que se dirigía a sus ojos y a su cuerpo
embargada de deseo, nublada, y que desencadenaba entre ellos la lid genital, la
de los cuerpos que se gozan mutuamente, sin palabras. Se pregunta por qué no
está con ella y, en cambio, sigue en su matrimonio con Antonia, su esposa, la
que está en ese momento a su lado y afirma no ser un objeto. Sigue con ella por
conveniencia, por miedo a perder lo que tiene y tener que empezar de nuevo, por
el dolor y el sufrimiento que pueda causarle a ella y a los hijos de ambos.
Porque si los abandonara y se fuera con Edith se pondría y los colocaría a
ellos en un desconocido y futuro capítulo de incertidumbre acerca de sus
destinos.
Se da vuelta sobre su costado
izquierdo y mira hacia su mesita de luz. Efectívamente, es así. Se pregunta si
Antonia tendrá o no un amante, se lo ha preguntado ya muchas veces. No se
atreve a preguntárselo a ella. Ella le respondería seguramente que no y si
efectivamente lo tuviera sería igualmente duro y difícil afrontar esa realidad.
Los dos estaban igualmente atados por la casa y por sus hijos en edad escolar.
Afrontar vidas separadas se les haría económicamente imposible con los daños
colaterales que ello produciría, sobre todo para los hijos de ambos. La
separación física y material los llevaría a tener que sostener sus vidas en una
precariedad insoportable.
¿Acaso no había ya amor entre ellos y
hacia los hijos? El amor más allá de la satisfacción sexual o puramente
genital. Un amor por necesidad, un amor a la fuerza, un amor inspirado por el
miedo a perderse en la vasta ciudad de Buenos Aires, miedo a quedar sin techo,
sin cama, sin mesa familiar, ni ropas limpias, ni camisas planchadas.
No era sólo una cuestión de cuerpos
desatendidos sexualmente. Había cuerpos que vagaban con escasas fuerzas por los
rincones de la ciudad esperando el sopor final de un sueño último que no los
devolviese a la oprobiosa realidad. Cuerpos perdidos en plazas, parques,
paseos, vestíbulos de edificios públicos, estaciones de subterráneos y de
trenes. Cuerpos parias a la intemperie, de vagabundos necesitados del más
elemental abrigo, sin posibilidades de enjabonarse y ducharse con agua tibia,
de llevarse al estómago un plato de comida caliente y vestirse con ropas
limpias.
¿Acaso el amor genital no era un lujo
burgués, pequeño burgués, en medio de esa salvaje desatención, esa polución de orfandad y miseria humana de cuerpos heridos, lastimados por la indiferencia,
la impertérrita indiferencia de quiénes, percibiéndola y practicándola,
recorríamos aterrados la jungla de asfalto?
Cuántas, numerosas veces, se había
detenido en el subte junto al ciego que tocaba tangos melancólicos, repetidos y
repetitivos, en el teclado de un bandoneón que había, seguramente, conocido
mejores épocas y dejaba caer las monedas que le molestaban en el bolsillo sobre
el sombrero que el hombre a su vez abandonaba sobre las cerámicas rojizas del
andén y hasta que el subte llegaba caminaba después para comprar el diario con
el que llegaría a su oficina a repetir las rutinas que le daban de comer. En
esos momentos y otros pensaba en los cuerpos. En el del ciego con sus ojos
metidos en la sombra y sus dedos fatigados de presionar los botones del
manoseado instrumento, en el de las mujeres que despertaban sus deseos, en el
de los transpirados trabajadores que viajaban con él y como él apretujados en
la atmósfera viciada del vagón que se balanceaba y que procuraban mantener
siempre el decoro. Alejar los alientos, los genitales de los varones de los de
las mujeres, de sus colas, de sus senos mientras el convoy se balanceaba y los
balanceaba colgados de las maneas pero, sobre todo, colgados de las abstracciones,
los hilos invisibles de los pensamientos que los hacían y mantenían en ese
humano y urbanístico equilibrio que les permitía viajar y llegar a sus destinos
en el centro, hiciese frío o calor, lloviese y agrisase o encandilase la luz
radiante al emerger sobre la ciudad para que caminase hasta su edificio de
oficinas. Siempre los cuerpos, extendidos, rugosos, lozanos, sueltos, abrigados
gruesamente en los inviernos y ligeramente, apenas cubiertos, en los calurosos
y húmedos veranos porteños.
Éramos y somos cuerpos y más que
cuerpos. Éramos y somos pensamientos que no se detienen. Desde que empezamos a
darnos cuenta de nuestro entorno hasta que nos sumiésemos en las sombras de la agonía
para no regresar jamás.
De todos modos, el cuerpo desnudo de Antonia le parece devorador. Matriz de universo. Reproducible como desierto o sistema montañoso. Abarcativo. Indudablemente, pese a los años que hace que están casados, todavía la desea. Índice evidente, incontrastable, de que sigue enamorado. No procede como lo hace al seguir a su lado por miedo, por terror a verse solo, sino porque todavía la desea y si se pone a pensar en ella, incentivado por la avaricia de su entrega, la desea ya mucho más.
Se vuelve hacia el otro lado de la cama, sobre su costado derecho, donde está ella dándole la espalda, dándole la curva de la cadera que asciende desde la cintura, dándole los gluteos como mórbidas turbinas cárneas y los pequeños pies y la pequeña nuca y el cuello envueltos en su cabellera espesa y castaña. Y la desea, con ojos abiertos o cerrados, la desea y decide pensar, soñar que la acaricia, la besa y mete su mano entre las tensas piernas de ella que se ha dormido, indiferente a todo.
Amílcar Luis Blanco (Ilustración "Paisaje surrealista", fotografía digital de Carl Warner)
Curiosa idea la del amor genital como lujo burgués. Por lo demás, una escritura la tuya que se ciñe como un guante a los cuerpos, los sentimientos y las ideas. Un saludo, Amílcar.
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