Pisadas de agua,
ojos lacustres, transpiración o llanto como cascada permanente desde todos los
poros. Agua con dureza y materia y, de pronto, licuefacción, un calor que lo
transformaba en vapor, en nube y, por último, en precipitación intensa,
parecida al diluvio. Y, mientras tanto, nos preguntábamos sin comentárnoslo,
estupefactos frente al fenómeno, si en esa instancia el hombre – porque de un
semejante se trataba – conservaría su lucidez. No podíamos preguntárselo a
nadie, menos a él que andaba entre nosotros a veces sólido y concreto y otras,
como un vaho, una sombra viajera por las noches y, por supuesto, un diluvio
cuando se abstraía de su ser concreto y se iba o se fugaba por una puerta, una
ventana o un tragaluz. Era un misterio.-
Las pocas veces
que habíamos intentado abordarlo, sentado al extremo de la misma mesa en la que
solíamos pasar el tiempo y entretenernos entregados a inocentes pasatiempos, él
se limitaba a mirarnos con sus ojos de tiempo y nos quedábamos ya hipnotizados
frente a esa contemplación que parecía envolvernos y colocarnos como elementos
de un paisaje, inmovilizados, mudos e inauditos. A veces parecía nevar y se
desataban borrascas dentro del azulado celeste de sus pupilas que crecía y se
propagaba en el alrededor, copaba todos los horizontes, y entonces ni siquiera
escuchábamos el sonido a caracol de mar, aullido lento o crepitar de nuestras
respiraciones. Nos mojábamos y hasta empapábamos dentro de ese paisaje
inescapable que él nos proponía y en el que nos convertíamos en meros objetos.
Cuando salíamos
o regresábamos de ese estado él ya no estaba, se había marchado convertido en
lluvia o en viento, en las dos cosas juntas o en vaya a saber qué. Tampoco nos
atrevíamos a comentar entre nosotros lo que nos había pasado, temerosos de que
el otro o los otros pudieran considerarnos locos. Menos todavía hacíamos
explícito nuestro resquemor o rechazo, el que legitimamente podíamos sentir,
cuando se sentaba, silencioso y ensimismado, hacia el extremo de la mesa. Nos
hubiera incluso parecido indecente y hasta cobarde demostrarle o demostrarnos
temor. El miedo es el cuchillo salvaje y rastrero, el puñal que se nos clava en
el costado y no le íbamos a aflojar, no señor. Y no porque nos consideráramos
guapos sino porque uno no puede arrugar frente a lo que no conoce siempre,
porque si así fuera viviríamos arrugados.
Pero admitámoslo
aunque no lo digamos: el hombre se transformaba en lluvia. Tenía esa cualidad o
defecto ¿Quién podría calificarla? Era callado, jamás nos dirigía la palabra ni
para decir esta boca es mía. Respetuosos de su mutismo nosotros no le
preguntábamos nunca nada y cuando desaparecía, a veces incluso sin desplegar su
numerito, tampoco hablábamos de él. Es decir, lo respetábamos.
El único que no lo respetó, primero trató de conquistarlo, invitándolo a numerosos asados en su estancia y hasta intentando liarlo con la hija fue Ecuménico Polo. Lo que el terrateniente quería era que no le faltase la lluvia en sus campos y ese hombre llegó a ser para él una obsesión. Pero se dice también que él jamás le respondió y rehusó una por una todas sus invitaciones. Siguió transformándose en lluvia cuándo y dónde le vino en gana y hasta llegó a rodear los campos de don Polo sin dejarle caer una gota. Se había incomodado con él, le había tomado idea y le duró hasta que por la gran sequía don Ecuménico le fue a pedir perdón y le rogó que, por favor, lloviese.
El único que no lo respetó, primero trató de conquistarlo, invitándolo a numerosos asados en su estancia y hasta intentando liarlo con la hija fue Ecuménico Polo. Lo que el terrateniente quería era que no le faltase la lluvia en sus campos y ese hombre llegó a ser para él una obsesión. Pero se dice también que él jamás le respondió y rehusó una por una todas sus invitaciones. Siguió transformándose en lluvia cuándo y dónde le vino en gana y hasta llegó a rodear los campos de don Polo sin dejarle caer una gota. Se había incomodado con él, le había tomado idea y le duró hasta que por la gran sequía don Ecuménico le fue a pedir perdón y le rogó que, por favor, lloviese.
¿Cómo puede un
hombre transformarse en lluvia y después volver, como si nada, convertido en
hombre? No teníamos la respuesta pero el interrogante, la pregunta, pendía,
circulaba sobre nosotros, como una especie de atmósfera. Y por lo menos para mí
se intensificaba, convertida en curiosidad casi obsesiva, cuando el hombre se
instalaba entre nosotros e interrumpía la paz de nuestros trucos, tutes o
chinchones y hacía que dejáramos las barajas del naipe sobre la mesa, perdido
ya todo interés en el juego.
Se contaba o se
había dicho, pero no podíamos confirmarlo porque, como dije, no tocábamos el
tema entre nosotros, que había habido una mujer y que la mujer lo había
abandonado y que de resultas de ese abandono el hombre había llorado una noche
entera sin parar y que no sólo las lágrimas le habían salido de los lagrimales
como es lógico y normal que suceda, también se le habían desprendido de su
alma. Pero claro, como el alma no es algo que esté así, expuesto, como lo está
el cuerpo de cada uno, para bien o para mal, sino que, según opinan los que
saben, es algo así como una cualidad, una especie de don, algo que no se toca
ni se ve, en principio, pero que se hace sentir, el hombre al llorar con su
alma lloraba más allá de sí mismo. Es decir que se extendía, se propagaba como
una tormenta y que eso le sucedía cuando entristecía, entonces se nublaba, se
ensombrecía y se transformaba en ese llanto indeterminado que era la lluvia.
Bueno, qué se yo.
Ni hay qué decir que esta explicación no nos satisfacía. Nos mirábamos, a
veces, dispuestos a creerla – con mirarnos nos bastaba para entendernos- pero
en el fondo de nuestros entendimientos juzgábamos increible semejante
interpretación. Porque, efectivamente, cuántos de nosotros, portadores de
alguna pena o desengaño, sabíamos también sentirnos tristes, melancólicos,
apagados, deprimidos hasta la nausea, sin ganas de ir al bar siquiera a
jugarnos un truco y a veces andábamos deambulando como fantasmas sin tierra,
parecíamos sombras, porque creanmé, el campo aburre, y, sin embargo, como digo,
siempre estábamos dentro de nuestro cuerpo, no podíamos ir más allá de nosotros
mismos y transformarnos en lluvia o tormenta o viento fuerte. Bueno, lo mismo
cuando andábamos contentos, ocurrentes, con ganas de gastar bromas, en las
vísperas de un festejo y el alma se nos salía del cuerpo casi, como se dice, o
digamos alguna moza del lugar nos daba tiento para que nos entusiasmáramos,
bueno, tampoco por eso nos convertíamos en un día de sol y nos volábamos por el
aire para observar todo desde arriba. Y eso que todos, algunos en más
oportunidades que otros, habíamos subido a la carlinga del avión fumigador y
habíamos mirado hacia abajo para ver el pueblo y los cuadros alambrados y la
hacienda, casi convertidos en los ojos del día. Pero aún en esos casos nunca
nos habíamos ido por decir así de nuestros cuerpos.
La explicación
vino después, mucho después, y no tuvimos entonces la más mínima duda del
porqué el hombre iba y volvía de hombre a lluvia, de lluvia a hombre, pero,
como comprenderán es un secreto y no puedo revelarlo. Lo único que puedo
decirles es que nos bastó con darle crédito. Se las voy a decir de todos modos.
El hombre se transformaba en lluvia porque su proyecto era, es y seguirá
siendo, convertirse en agua y porque no había o no hubo para él mejor creencia
– a lo mejor cuando se vio envuelto en su drama sentimental, en la tragedia que
significó que una mujer que él amaba lo abandonara – que la de ser lluvia.
Pasaron muchos días, después de un diluvio y terrible inundación, sin que regresara
y entonces nos dimos cuenta que se había ido para siempre, por lo menos de su
condición de hombre.
Amílcar Luis
Blanco. (Pintura "Hombre-Lluvia" por Diego Latorre)
Amilcar.." El hombre ....."
ResponderEliminarCuando la humedad del verdadero amor
està insertado dentro del corazòn,
no hay lluvia que lo arrastre hacia la nada.
¡¡ Interesante historia !!
un beso
Gracias por tu comentario, Doris. Los seres humanos pasamos pero las lluvias quedan y quedarán, por los menos mientras haya planeta habitable. Un beso.
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