lunes, 7 de enero de 2013

El hombre que se transformaba en lluvia.-






















Pisadas de agua, ojos lacustres, transpiración o llanto como cascada permanente desde todos los poros. Agua con dureza y materia y, de pronto, licuefacción, un calor que lo transformaba en vapor, en nube y, por último, en precipitación intensa, parecida al diluvio. Y, mientras tanto, nos preguntábamos sin comentárnoslo, estupefactos frente al fenómeno, si en esa instancia el hombre – porque de un semejante se trataba – conservaría su lucidez. No podíamos preguntárselo a nadie, menos a él que andaba entre nosotros a veces sólido y concreto y otras, como un vaho, una sombra viajera por las noches y, por supuesto, un diluvio cuando se abstraía de su ser concreto y se iba o se fugaba por una puerta, una ventana o un tragaluz. Era un misterio.-
Las pocas veces que habíamos intentado abordarlo, sentado al extremo de la misma mesa en la que solíamos pasar el tiempo y entretenernos entregados a inocentes pasatiempos, él se limitaba a mirarnos con sus ojos de tiempo y nos quedábamos ya hipnotizados frente a esa contemplación que parecía envolvernos y colocarnos como elementos de un paisaje, inmovilizados, mudos e inauditos. A veces parecía nevar y se desataban borrascas dentro del azulado celeste de sus pupilas que crecía y se propagaba en el alrededor, copaba todos los horizontes, y entonces ni siquiera escuchábamos el sonido a caracol de mar, aullido lento o crepitar de nuestras respiraciones. Nos mojábamos y hasta empapábamos dentro de ese paisaje inescapable que él nos proponía y en el que nos convertíamos en meros objetos.
Cuando salíamos o regresábamos de ese estado él ya no estaba, se había marchado convertido en lluvia o en viento, en las dos cosas juntas o en vaya a saber qué. Tampoco nos atrevíamos a comentar entre nosotros lo que nos había pasado, temerosos de que el otro o los otros pudieran considerarnos locos. Menos todavía hacíamos explícito nuestro resquemor o rechazo, el que legitimamente podíamos sentir, cuando se sentaba, silencioso y ensimismado, hacia el extremo de la mesa. Nos hubiera incluso parecido indecente y hasta cobarde demostrarle o demostrarnos temor. El miedo es el cuchillo salvaje y rastrero, el puñal que se nos clava en el costado y no le íbamos a aflojar, no señor. Y no porque nos consideráramos guapos sino porque uno no puede arrugar frente a lo que no conoce siempre, porque si así fuera viviríamos arrugados.
Pero admitámoslo aunque no lo digamos: el hombre se transformaba en lluvia. Tenía esa cualidad o defecto ¿Quién podría calificarla? Era callado, jamás nos dirigía la palabra ni para decir esta boca es mía. Respetuosos de su mutismo nosotros no le preguntábamos nunca nada y cuando desaparecía, a veces incluso sin desplegar su numerito, tampoco hablábamos de él. Es decir, lo respetábamos.
El único que no lo respetó, primero trató de conquistarlo, invitándolo a numerosos asados en su estancia y hasta intentando liarlo con la hija fue Ecuménico Polo. Lo que el terrateniente quería era que no le faltase la lluvia en sus campos y ese hombre llegó a ser para él una obsesión. Pero se dice también que él jamás le respondió y rehusó una por una todas sus invitaciones. Siguió transformándose en lluvia cuándo y dónde le vino en gana y hasta llegó a rodear los campos de don Polo sin dejarle caer una gota. Se había incomodado con él, le había tomado idea y le duró hasta que por la gran sequía don Ecuménico le fue a pedir perdón y le rogó que, por favor, lloviese.
¿Cómo puede un hombre transformarse en lluvia y después volver, como si nada, convertido en hombre? No teníamos la respuesta pero el interrogante, la pregunta, pendía, circulaba sobre nosotros, como una especie de atmósfera. Y por lo menos para mí se intensificaba, convertida en curiosidad casi obsesiva, cuando el hombre se instalaba entre nosotros e interrumpía la paz de nuestros trucos, tutes o chinchones y hacía que dejáramos las barajas del naipe sobre la mesa, perdido ya todo interés en el juego.
Se contaba o se había dicho, pero no podíamos confirmarlo porque, como dije, no tocábamos el tema entre nosotros, que había habido una mujer y que la mujer lo había abandonado y que de resultas de ese abandono el hombre había llorado una noche entera sin parar y que no sólo las lágrimas le habían salido de los lagrimales como es lógico y normal que suceda, también se le habían desprendido de su alma. Pero claro, como el alma no es algo que esté así, expuesto, como lo está el cuerpo de cada uno, para bien o para mal, sino que, según opinan los que saben, es algo así como una cualidad, una especie de don, algo que no se toca ni se ve, en principio, pero que se hace sentir, el hombre al llorar con su alma lloraba más allá de sí mismo. Es decir que se extendía, se propagaba como una tormenta y que eso le sucedía cuando entristecía, entonces se nublaba, se ensombrecía y se transformaba en ese llanto indeterminado que era la lluvia.
Bueno, qué se yo. Ni hay qué decir que esta explicación no nos satisfacía. Nos mirábamos, a veces, dispuestos a creerla – con mirarnos nos bastaba para entendernos- pero en el fondo de nuestros entendimientos juzgábamos increible semejante interpretación. Porque, efectivamente, cuántos de nosotros, portadores de alguna pena o desengaño, sabíamos también sentirnos tristes, melancólicos, apagados, deprimidos hasta la nausea, sin ganas de ir al bar siquiera a jugarnos un truco y a veces andábamos deambulando como fantasmas sin tierra, parecíamos sombras, porque creanmé, el campo aburre, y, sin embargo, como digo, siempre estábamos dentro de nuestro cuerpo, no podíamos ir más allá de nosotros mismos y transformarnos en lluvia o tormenta o viento fuerte. Bueno, lo mismo cuando andábamos contentos, ocurrentes, con ganas de gastar bromas, en las vísperas de un festejo y el alma se nos salía del cuerpo casi, como se dice, o digamos alguna moza del lugar nos daba tiento para que nos entusiasmáramos, bueno, tampoco por eso nos convertíamos en un día de sol y nos volábamos por el aire para observar todo desde arriba. Y eso que todos, algunos en más oportunidades que otros, habíamos subido a la carlinga del avión fumigador y habíamos mirado hacia abajo para ver el pueblo y los cuadros alambrados y la hacienda, casi convertidos en los ojos del día. Pero aún en esos casos nunca nos habíamos ido por decir así de nuestros cuerpos.
La explicación vino después, mucho después, y no tuvimos entonces la más mínima duda del porqué el hombre iba y volvía de hombre a lluvia, de lluvia a hombre, pero, como comprenderán es un secreto y no puedo revelarlo. Lo único que puedo decirles es que nos bastó con darle crédito. Se las voy a decir de todos modos. El hombre se transformaba en lluvia porque su proyecto era, es y seguirá siendo, convertirse en agua y porque no había o no hubo para él mejor creencia – a lo mejor cuando se vio envuelto en su drama sentimental, en la tragedia que significó que una mujer que él amaba lo abandonara – que la de ser lluvia. Pasaron muchos días, después de un diluvio y terrible inundación, sin que regresara y entonces nos dimos cuenta que se había ido para siempre, por lo menos de su condición de hombre.

Amílcar Luis Blanco.  (Pintura "Hombre-Lluvia" por Diego Latorre)

2 comentarios:

  1. Amilcar.." El hombre ....."

    Cuando la humedad del verdadero amor
    està insertado dentro del corazòn,
    no hay lluvia que lo arrastre hacia la nada.

    ¡¡ Interesante historia !!

    un beso

    ResponderEliminar
  2. Gracias por tu comentario, Doris. Los seres humanos pasamos pero las lluvias quedan y quedarán, por los menos mientras haya planeta habitable. Un beso.

    ResponderEliminar

Cualquier comentario es bienvenido pero me reservo el derecho de suprimir los que me parezcan mal intencionados o de mal gusto.