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- Ya te lo dije –
concluyó la pequeña de pelo del color de la noche, según la veía el chico a su
lado.
- Contámelo de
nuevo – insistió el chico que se llamaba Tomás y era su hermano. Estaban
sentados sobre el piso de mosaicos rosas y verde agua del patio de invierno de
su casa en Trenque Lauquen, Provincia de Buenos Aires.
- Bueno – accedió Malva y alzó las pequeñas
manos regordetas. Tenía siete años y a su lado descansaba la muñeca de tela
rellena de estopa que ella llamaba Petrona.
- Hicieron así –
dijo. Puso a Petrona de espaldas contra un mosaico rosa, le alzó las patitas y
apoyó la curvatura de la muñeca de su brazo sobre el mosaico, y la palma y los
dedos, como escalándola, sobre la entrepierna y el torso de Petrona.
- Petrona es
mamá y Gustavo es mi mano…
- ¿Y de verdad
estaban desnudos? – preguntó Tomás.
- Sí.
Los dos se
quedaron callados. Tomás se paró y corrió adentro. Malva encontró raro que lo
hiciera y se sintió después muy triste a partir, - esto no lo recordaba muy
bien-, o de la partida de Tomás hacia el interior de la casa o de haberla visto
a su mamá en la cama con el antipático y asqueroso Gustavo. Por supuesto que no
se animó a denunciar su silenciosa permanencia en el dormitorio en el momento
en que presenció lo que le había contado a Tomás. No alcanzaba a precisar ahora
lo que había sentido entonces, pero, había sido algo así como cuando se paró en
un arroyo en las sierras de Córdoba, en las vacaciones anteriores, debajo de
una cascada. El frío y la fuerza del agua, que se deslizaba veloz entre sus
piernas, la lisa dureza de las piedras que se superponían y ocultaban, chatas,
sobre y bajo la corriente transparente y mansa, la hicieron recelar y sentir
miedo y escapó, no obstante cautelosa, eligiendo cada piedra que pisaba para no
resbalar. Así lo hizo, porque sintió algo parecido aquélla mañana, desde el
dormitorio hasta el patio. Se fue pisando despacito en la semipenumbra para no
provocar ningún ruido que pudiera delatarla. Después le sobrevino un
desconsolado llanto y se escondió en los fondos de su casa, entre el ligustro y
la higuera, donde sabía que no podrían encontrarla. Confió a la tarde sólo en
Tomás. Ella sabía que nunca contaba nada.
Y aunque Tomás
no contó nada, a partir de aquélla tarde, la vida cambió para ambos. Sobre todo
en el trato con su madre que se volvió menos confiado y cordial. Pero entre
Tomás y Malva ahondaron en una intimidad más cómplice. Se alternaron para
compartir sus camas, donde no paraban de conversar bajo las sábanas hasta que
el sueño los vencía. Tomás se hizo huraño y cauteloso, Malva observadora e
impulsiva, a veces irritable y desobediente. Coincidieron sin embargo en
demostraciones de cariño, en ocasiones desmesuradas, hacia su padre, don José
Gervasio Chávez, el infatigable don Pepe, como lo apodaron siempre, que pasaba
la casi integridad de sus días en el taller mecánico y comenzaron a
acompañarlo. Querían estar con él y trataban de ayudarlo en lo que podían.
Malva creció
aprendiendo de todo. Desde desenroscar tuercas para cambiar neumáticos, colocar
con la herramienta especial las bujías, manipular diferentes tipos de crickets,
espiar los secretos de cilindros y pistones antes de la rectificación de un
motor, manejar el soplete para soldar, etcétera, etcétera, hasta participar, junto
con su hermano, en todos los asados organizados por los mecánicos. Con Lucas,
el hijo de uno de ellos, amigo también de Tomás, cuando tuvo once años y su
primer período menstrual, accedió a quitarse la bombacha para demostrárselo. El
muchacho, de la misma edad, tuvo después que cumplir su parte en el trato.
Masturbarse delante de ella hasta que le saltase el semen. Un día, Malva, le
pidió que la dejara hacérselo y Lucas le puso como condición que lo dejara a él
también meterle el dedo índice, la punta, en la entrada de su vulva. Le aclaró
que tenía las uñas bien cortadas y las manos bien lavadas y que lo haría
despacito, sin que a ella le doliera. Que al contrario, que le iba a gustar.
El taller
mecánico estaba en las afueras y ellos se alejaron todavía más, a un lugar
escondido. Malva sentía la yema del índice de Lucas rozándola con suavidad. Le
pidió que la presionara apenas sobre el rojizo botón del clítoris,
inmediatamente atrás, en la cima de la comisura vertical de la que partían los
labios vulvares. Los había observado largamente, así como la totalidad de sus
genitales externos, valiéndose de un espejo, comparándolos con los de una
lámina en colores de un grueso tomo robado de la rala biblioteca de don Pepe.
Mientras aferraba la muñeca de Lucas para que no apretara más de lo debido, y
sin poder evitar abandonarse a la sensación de placer y cosquilleo que la
manipulación despertaba en todo su cuerpo, no dejaba de observar también cómo
se nublaban los ojos de su compañero y cómo se desplegaban flojos sus labios,
mientras ella, al mismo tiempo, apretaba, subía y bajaba su mano sobre el pene
endurecido de Lucas, elástico y suave al tacto como una seda. Estuvieron así
hasta que las gotas tibias despedidas por el asediado órgano fueron atrapadas
por las dos manos juntas de Malva, que ascendieron a su cima anticipándose,
cuando ella pudo presentir la eyaculación en el estertor que la precedió. En
ese momento también ella buscó con su hendidura genital que el dedo la
penetrase, pero él se aflojó y se retrajo, abandonándose, y empujó las dos
manos de ella alejándolas de su sensibilizado miembro. Ella lo soltó pero se
recostó contra su pecho y le pidió que la besara. El aceptó después de un rato,
al principio desganado pero enseguida entusiasmado con el entusiasmo de ella,
repetir lo que habían hecho.
Una siesta de
verano de un día feriado en la que pudieron escaparse temprano llegaron a
hacerlo hasta cuatro veces. Terminaron entrada la noche y diciéndose que se
amaban. Entonces, en el tercer encuentro, y según Malva lo había premeditado,
como el heráldico estertor se demoraba, ella quitó la mano de Lucas de su
clítoris y se hincó, acaballándose, sobre el pene, metiéndoselo hasta el fondo
en la vagina. Sintió un tirón, un pinchazo y un aumento de líquido en el interior
de su conducto. Supo que había sido desvirgada pero al mismo tiempo el
cosquilleo se le transformó en estertor como el de su amigo y el amargor de su
garganta en contracción placentera, y, al acabar éste, casi enseguida, el
estertor se hizo convulsión que la arqueó y la sacudió como si el cuerpo se le
partiera y una descarga de electricidad sagrada la pateara para dejarla caer de
nuevo, blandamente, sobre sus genitales empapados y calientes como sobre una
laguna. Un placer sin límites la recibía. Un destino de gozo infinito se abría
para ella. Siguió besando a Lucas y retuvo el pene quieto en el interior de su
vagina mientras besaba a su dueño en la boca suavemente, lentamente, esperando
que despertara y creciera de nuevo en la empapada cavidad de su bajo vientre,
hasta que consiguió por fin llevarlo después de regodearse ella misma en
voluptuosidad y placer, a la última y cuarta explosión, la segunda para ella.
wow
ResponderEliminarintensa la historia que suena tan de verdad.Tan cierta que en realidad no se que comentarte
Bello texto y mi admiracion Poeta
Hola, me gusta tu estilo, está muy bien.
ResponderEliminarSi te apetece puedes pasarte por felicidadenlavida
Un cordial saludo,
Francisco M.
Hola, genial pasar por tu blog, es bien interesante, un gusto estar aquí, te invito cordialmente a visitar el Blog de Boris Estebitan y leer un poema cómico mío titulado “El baile de Snoopy”
ResponderEliminarGracias Mucha por tu comentario. Besos
ResponderEliminarGracias Francisco, ni bien pueda paso por tu blog.
ResponderEliminarGracias, Boris, ni bien pueda paso por tu blog.
ResponderEliminarhola poeta
ResponderEliminarestas bien?
ResponderEliminarhace tiempo que no te vemos