Estar cómodamente sentado en la
butaca de un cine o un teatro y contemplar el desarrollo de las acciones y
escuchar los parlamentos y diálogos de los actores y actrices en la pantalla o
en la escena hasta olvidarnos de nuestro propio cuerpo, ese objeto que, como un
médium o un modem nos está haciendo
ingresar en una suerte de breve eternidad o de muerte lúcida, en todo caso en
un más allá casi instantánemente accesible, confortable. Que nos permite ver la
vida desde una muerte momentánea que dura lo que dura la obra o la película. Si
el grado de identificación con los actores y las actrices que representan otras
vidas, las de los personajes, es muy alto, podríamos decir que estamos
utilizando nuestros ojos, nuestros oídos, nuestros cerebros, para multiplicar
nuestra única vida convirtiéndola en otras vidas, como si nuestra única vida
fuera el prisma que descompone la luz de lo existente en ese acto de percepción
y expectativa y nos proyecta en posibilidades hasta esa experiencia imposibles
de ser. Como si nos colocáramos fuera del tiempo e interrumpiéramos el devenir
con esa pasividad, esa protesta contra una mutación constante y compulsiva que
nos tiene presos en la corriente de un río torrentoso, el de nuestro yo, que
nos lleva sin preguntarnos hacia un destino que no hemos elegido y hacia una
muerte que jamás elegiríamos o que sólo elegiríamos por resultarnos
insoportable ser arrastrados hacia la nada.
Jacobo iba mucho al cine y,
cuando conseguía ahorrar sus propinas como botones del Hotel Transatlántico,
también iba al teatro o a comer a la cantina que quedaba justo a la vuelta del
hotel, sobre la calle San Martín. Se complacía en su vida solitaria de muchacho
de tan sólo diecinueve años. El hotel estaba en Buenos Aires, sobre Lavalle
nada menos, a metros de Florida. Allí la corriente de la vida era desbordante y
lo sigue siendo aunque los colores, las luces y las sombras hayan cambiado y
sus nitideces y contraluces se estén apagando porque Jacobo las recuerde como
lejanas experiencias. No todavía por haber alcanzado la vejez en su vida propia
sino porque hace la lenta digestión de la película que acaba de ver y que le
sugiere este salto en el tiempo. Dejaré claro entonces que acababa de ver
“Amarcord”, la obra maestra de Federico Fellini, que lo ha inducido a ésta y
otras tantas reflexiones. En su vida real de botones han ocurrido muchas cosas
ese día. La principal, una atractiva viuda, diez años mayor que él, a la que le
ha llevado el equipaje hasta la habitación, lo ha mirado intensamente y ha
suspirado mientras lo miraba. Signo inequívoco de su interés por él que Jacobo
no ha alcanzado a descifrar.
El mayor placer de Jacobo en esa
su primera juventud consistía en desdoblarse, en imaginarse otro y desde ese
alter ego contemplar su vida. Cuando proyectaba esa característica suya hacia
el futuro no podía dejar de darse cuenta que, en algún momento de su vida,
cuando alcanzara su vejez, que fatalmente llegaría, debería contemplarse desde
el más allá de su muerte.
Pero para entonces tendría la anécdota
de aquélla noche con la viuda joven que fue también la de su debut sexual. La
de la primera vez que entró en el cuerpo de una bella mujer deseada y sintió
sobre su pelvis y la portentosa erección de su pene una vagina aterciopelada
que se estrechaba como un anillo vivo en su alrededor y reclamaba de él lo que
había aprendido, mantenerse erecto, contenerse, no dejarse llevar rápidamente a
la eyaculación, al orgasmo que podía terminar con ese milagro, por fin
ocurriéndole, derramándose y exigiéndole, con frecuencia de gemidos
entrecortados, una satisfacción final desde ese cuerpo femenino de deliciosas
turgencias apoyando la levedad de su peso sobre sus caderas, abriéndose sobre
ella en muslos desnudos y tensos sobre la musculatura de los suyos. Sintió que
se elevaba. Por fin aquélla primera mujer en su vida terminó con un gemido
largo e involuntarias convulsiones la descarga de su libido. Se había excitado
hasta el paroxismo con el muchacho distraído e introvertido que Jacobo era por
aquel entonces. Lo había visto en el ascensor el primer día de su arribo al
hotel. Los labios de un cierto grosor pero de una simetría agradable, la recta
nariz, la frente despejada, el pelo ensortijado. Se había enamorado. Lo había
deseado súbitamente, con intensidad y le costó bastante que él, desde la nube
de ensoñaciones en la que vivía, se diese cuenta, advirtiese que ella, por lo
menos, lo deseaba como a un efebo.
Tuvo que quitarle el anillo de
novio de plata que él ostentaba en su anular y que, después se enteró, había
sellado el compromiso de Jacobo con una novia con la que no había todavía
consumado la unión sexual. Él no le había contado su inexperiencia, sólo su
noviazgo y el compromiso, ingenuamente aterrorizado porque, en oportunidad de
haberle pedido por medio del conserje que en su función de botones le acercara
una gaseosa hasta su habitación, se lo había quitado y, estando en su cama,
apenas cubierta por una salida transparente, sin corpiño que le tapase los senos,
le había sonreído y guiñado el ojo. Le había dicho además que fuese a
reclamárselo cuando finalizase su turno de trabajo. "No. Está prohibido"- había
dicho Jacobo estúpidamente, pero también comenzando a darse cuenta que el
interés de la viuda por él iba en serio. "Como quieras, pero si querés recuperar
el anillo, ya sabés"- le había contestado ella.
Así que habló con el conserje,
con Pedrito. Pedrito le dijo: "Qué suerte tenés pibe". Lo había mirado con
envidia. "Andá nene, no te la pierdas".
Así que fue. Y mientras subía en
el ascensor y llamaba a su puerta, pensó si ella, viuda y todo, no tendría una
pareja, porque la había visto el día anterior con un tipo mayor, muy bien vestido, perfumado,
que fumaba un Chesterfield, sentados los dos a una mesa íntima, en el restaurante del hotel.
Ella había bebido champagne y el tipo un whisky. Pensó y se dijo para sí los
versos de Lorca, los del romance de la casada infiel, porque aunque ella fuera
viuda estaría traicionándolo a ese hombre mayor. Pensó que cuando él fuera
viejo jamás tendría una mujer mucho menor que él porque seguro lo traicionaría.
Sintió que ya se estaba excitando, el entumecimiento y el agrandamiento
involuntario de su pene, porque la vio casi desnuda antes de verla, cuando ella
le abrió la puerta de su habitación y se acercó a su cuerpo y le posó la palma
en el cuello y lo besó. "Su piel está muy tibia, como afiebrada" - pensó. Se fueron
acercando a la cama. Ella le desabrochó el cinturón y los pantalones cayeron,
se enredaron en sus tobillos.
Los muslos de la viuda, no se
escaparon “como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos
de frío”, como en el poema de Federico. Por el contrario, permanecieron tersos
y relajados mientras Jacobo se los acariciaba y las rodillas de ella le apretaban las caderas y toda ella
cabalgó enseguida sobre su pelvis hundiéndose el miembro de la masculinidad de Jacobo en la
untuosa cavidad de su vulva. Ella iba hacia su segundo estallido y él,
maravillado, la contemplaba y le presionaba suavemente y porque ella lo
pedía, los pequeños pezones.
“Aquélla noche corrí el mejor de
los caminos, montado en potra de nacar sin bridas y sin estribos”, se decía
Jacobo mientras aguantaba los golpes, pelvis contra pelvis, y esperaba el nuevo
estremecimiento de las convulsiones de su excitada compañera.
"Mientras cogíamos, copulábamos, garchábamos o fifábamos" -,
se decía,- "debo aguantar y sentir, sólo sentir, sólo entregarme y aguantar y
fifar, fifar" - Jacobo había escuchado por primera vez el verbo fifar de labios
de ella y eso lo había excitado particularmente, - había evaporado su timidez y
sus inhibiciones. Le había parecido particularmente decadente y lascivo ese término.
Ella tenía un rostro algo aniñado, pero de mirada y labios perversos, que
destellaban un atrevimiento, una osadía de prostituta, según le pareció
mientras la miraba cabalgar y la oía gemir. En realidad esa osadía, ese
desparpajo que advirtió en ella lo seguiría inspirando para encarar sus
aventuras eróticas posteriores. Fue su puerta de entrada a los
deliciosos infiernos de la carne. "Liberadores"-, sintió. Nada que ver con la muerte
que, en sus adelantos imaginarios a ese debut tantas veces soñado y tan
fervorosamente deseado, se le presentó aquélla noche como contemplativa e inefable. Había sido el “leit motiv” para explicar el
éxtasis y la caída después del orgasmo, "en todo caso una muerte lúcida" - pensó-, "sin luto, ni miedo, sin angustias". “Sus muslos se le escapaban como peces
sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío”, porque ahora
Jacobo se había incorporado, la había quitado de su encabalgamiento y la tomaba
desde las rodillas y empinaba sus muslos y la ponía de costado para seguir
penetrándola, ahora jugaba con su cuerpo. Se sentía su dueño, su poseedor tiránico
y a la vez misericordioso, como si la tuviera a su merced, esclava de la
debilidad de su deseo, en el que estaba inmersa buscando como una náufraga la
satisfacción, el orgasmo que por fin la convulsionó una vez más y al que él también
accedió desde sí mismo, acabando con ella.
Entonces sobrevino la primera
muerte lúcida de su vida, el relax que siguió, el cigarrillo que ella le
convidó y la llama que le acercó desde el encendedor, desde el brillo de su
mirada y desde sus labios abiertos a la sonrisa.
Amílcar Luis Blanco (Pintura de Egon Schiele)