jueves, 26 de abril de 2018

CONIL DE LA FRONTERA y VEJER DE LA FRONTERA (IMPRESIONES)






                                                                Hace muchísimo calor, un calor de Sahara, africano. Anónimos paseamos, mi hijo Guillermo y yo, por callejuelas de piedra entre paredes anchas y encaladas levantadas hace mucho tiempo para proteger a los pobladores del levante; un viento que llega del norte de África cargado de sequedad y arena instalando una atmósfera insoportable para los ojos y las narices. Esto último me lo contaron, pero aunque no lo haya padecido puedo imaginarlo. Mientras camino, casi siempre en ascenso, a veces, las menos, en bajada, pienso, pienso tratando de evocar a los lejanos musulmanes que durante siete siglos fueron dueños de la cuenca del mediterráneo. En Vejer de la frontera, una población cercana cuyas calles y edificios se implantaron, también hace siglos, en las alturas de la sierra, he visto mujeres celosamente cubiertas por túnicas y hasta con burkas. He visto y veo, también aquí en Conil, fuentes enmarcadas por coloridas mayólicas,  una, ya en Vejer, la más lucida, en el centro de una plazoleta, alrededor macizos con flores rojas, azules, amarillas, turquesas. El mar asoma por las esquinas y los rincones y el cielo, puro y azul, cae sin piedad recortando sombras para que en esas porciones de fresca oscuridad podamos sentarnos en algunos bancos o detenernos. Me siento, algo agitado, junto a mi hijo, nada agitado, sobre un banco de la plazoleta que da a la fuente y comienzo a disfrutar de lentas observaciones. La gente de diferentes edades y tamaños disfruta, animada, de pie, sentada, tomando fotos, mirando como yo, del panorama y de las alternativas que el espacio ofrece. Estamos en Vejer y Guillermo me explica que las brumas que se ven en el confín del horizonte, en la línea imprecisa que el mar dibuja con el cielo, se esconde la orilla norte de África. Me impresiona, como lejano habitante de una ciudad cercana a Buenos Aires que sólo ha visto en los mapas esas geografías, estar en la realidad contante y sonante de ese lugar. En un pequeño punto del sur de España frente a África. Casi no puedo creerlo. Todo me mantiene excitado y atento. Todo me gusta y me complace. El pasado y el futuro se funden, en mi percepción y en mi memoria, en ese instante que parece de sueño. Un momento onírico y de vigilia a la vez. Un sentirme vivo en experiencias que me atraviesan. Como si mi yo se disolviese o dilatase adquiriendo infinitud; la del paisaje que me rodea y la de una extensión inagotable. La vista, el oído, la conciencia, moviéndose con ligereza e informalidad, adhiriéndose a lo que me rodea y, a la vez, me penetra.
                                        Y el suelo que pisé, calles onduladas, en ascenso, en bajada, en Conil es más suave, llano junto a la costa de arena, al lado del mar. Por la noche recorro solo una callejuela poblada de comercios, restoranes que ofrecen atunes en todas sus formas, langostinos, camarones, mariscos, aceitunas verdes, cervezas, tiendas de prendas femeninas, collares, pendientes, anillos. Desfilan turistas de todas las nacionalidades yendo y viniendo. Los contemplo después de haberme sentado a una mesita para saborear un plato de excelente jamón proveniente de cerdos alimentados con bellotas y un queso montañés de cabra y un vino blanco ajerezado, helado. Vuelvo a pensar en los musulmanes, persas, comerciantes, mercaderes, fenicios, cartagineses, distribuyendo desde milenios exóticos artículos de consumo, excitando la atención y el interés de campesinos o montañeses que llegaban a la costa del mar desde un interior continental hirsuto.
                                            Pienso que esta "modernidad líquida", que tan pormenorizadamente ha descrito Bauman en su libro que lleva ese título y que caracteriza nuestra actualidad occidental judeo cristiana, comenzó a nutrirse en estas prácticas de atracción, seducción y diversidad de una humanidad heterogénea y multiforme porque despertó los pecaminosos deseos y avivó el costado promiscuo que a todos concierne. Y, de paso, evoco esa divergente y asimétrica relación entre los sexos que mantuvo sojuzgado al femenino y al homosexual frente a una masculinidad dominante, paternalista y machista.
                                                 Todo y mucho más desde este punto del planeta, el sur de España, lugar de encuentro de las historias y las orografías e hidrografías imaginadas y reales, dibujadas y vividas; parte de un texto escrito por infinidad de seres humanos, famosos y anónimos, rutinarios y deslumbrados.

Amílcar Luis Blanco

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