viernes, 27 de junio de 2014

En la isla









En la isla, hasta que cambiaron las cosas, sólo había silencio y soledad. Además, claro, estaban el mar, el cielo y la selva interminable en su centro. Al fondo se veían las faldas y las cumbres escarpadas de las montañas pero hasta la orilla en que se alzan las primeras palmeras, la linea de frondosidad verde que marca el comienzo de la fauna y la flora, únicamente la arena amarillenta y ocre,  ennegrecida en la proximidad de la tierra por un humus acostumbrado a las lluvias interminables, se propaga y difunde como dibujándole una holanda, una especie de festoneado orillo zigzagueante al encresparse blanco de espumas de las olas verdes, azules y ambarinas, entrando y saliendo con un rumor hondo, salvaje y monocorde.
Estaba allí para una misión especial según me habían dicho. Me habían dejado desde un helicóptero con equipo y víveres en una pequeña vega anterior al ascenso de las cuestas más oblicuas y alzadas; un parapeto o mirador sobre el que está construido el chalet de dos plantas que me serviría de vivienda en los próximos tres meses.
Durante esos días debería observar la fauna y la flora y hacer anotaciones. Me habían dotado de un equipo que incluía botas hasta la entrepierna reforzadas que son aptas para protegerme de las picaduras de las alimañas que pululan en este medio, desde zancudos y tábanos, hasta arañas y víboras.
Soy biólogo, botánico, zoólogo pero también entomólogo. Para cualquiera que no sea yo mi vida es bastante aburrida y aunque busqué amigos para que me acompañaran en la aventura ninguno se prestó. Todos me desearon la mejor de las suertes pero se apartaron con diferentes excusas.
Trabajo para una revista científica que se haría cargo de todos mis gastos durante la estadía. Disfrutaba verme libre de la tiranía de teléfonos y celulares porque, aunque había llevado mi celular sólo me serviriría para comunicarme con el helipuerto en Valparaiso pero ya no con Buenos Aires, ni siquiera con mi novia. Y esto de los celulares lo pensaba porque cuando trabajaba en Buenos Aires me interrumpían a cada momento en la redacción o la biblioteca para consultas. Había quienes estaban todo el día dándole a las diminutas teclitas, chateando sin ton ni son. Usaban el adminículo como una suerte de bastón anímico, estaban siempre conectados en un estado de comunicación superficial y aleatorio, más bien ilusorio. La realidad está afuera, a la intemperie, al aire libre, es la de las plantas y los animales. El ámbito cultural de la ciudad me ha parecido siempre un remedo de la naturaleza, ese hábitat natural sólo de nuestra especie plagado de caminos equívocos.
El primer día en la isla caminé mucho, bajé desde la vega hasta la playa, distante unos tres kilómetros una de otra y cuando llegué, fatigado, me senté sobre una salencia de roca y estuve contemplando el mar.
Por un momento pensé que sería interesante que, en vez de observar y anotar los hábitos de los animales y las particularidades de la abigarrada arborescencia y estudiar los insectos, se hubiesen instalado en lugares estratégicos de la isla cámaras de video, protegidas como ojos, para espiar mi propia vida en el lugar; la de un hombre solitario que no es ni se siente un náufrago porque tiene todo lo necesario a mano. Claro, hacer esto sin que yo me entere, para que mis comportamientos tuviesen la autenticidad y la inocencia de lo espontáneo.-Para lo que más tarde ocurrió hubiera sido útil, indispensable, pero no quiero adelantarme.
Lo cierto fue que después de este pensamiento me sorprendí a mi mismo considerando que nunca había hecho nada en mi vida sin la sensación de que alguien me estuviese observando. De modo que aunque no supiese que hubieran puesto cautelosas cámaras, incluso micrófonos para registrar hasta mis exclamaciones, toses, etcéteras, igual me comportaría como si las hubieran puesto.
Me dije que entonces jamás había estado solo o me había sentido solo, que por más que, como en ese momento, hubiese empezado a anochecer en un lugar que no era ni Buenos Aires ni Valparaiso y eso me determinara a comenzar mi regreso por el camino andado para encontrarme de nuevo en el chalet antes de que la noche cubriera la isla, la soledad, el silencio plagado de sonidos de pájaros y alimañas, eran ilusiones.
Y me atreví a pensar osadamente que hasta la isla misma podía ser ilusoria no obstante la obviedad de su accidentada naturaleza.
Después tuve que prodigarme tanto, transpirar, detenerme para que la fatiga no me venciera, aplastar zancudos contra mi cuello, huir a toda carrera sospechando que un jabalí me perseguía o que un puma se movía con celeridad y sigilosamente a mi costado que, cuando por fin cerré detrás de mi la puerta del chalet y encendí la luz, olvidé esa peregrina suposición, tan delirante como utópica o imposible, y consideré que estuvo inspirada en mi falta de interlocutores reales. Exploré la casa y encontré en el placard del dormitorio ropa de mujer. Después, examinando papeles, supe que mi antecesora en el lugar había sido una mujer que tuvo que ser transportada de urgencia a Valparaiso por una picadura de víbora. Me dije que cuando regresara de la isla averiguaría qué había pasado con ella y tuve por seguro que ella no había vuelto allí para buscar su ropa. Se habría sentido sola o habría considerado como yo que la soledad era una ilusión.
Además esa soledad, ilusoria o real, se terminó al tercer día de haber llegado. Había caminado de nuevo hasta la playa, me había sentado y puesto a contemplar la línea del horizonte y el vuelo de las gaviotas cuando de pronto la cresta blanca de una ola lejana comenzó a crecer. A los pocos segundos pareció otra cosa. Sospeché que pudiera tratarse de una ballena o una orca, lo confieso, un poco esperanzado, pero no, no fue una ballena ni una orca lo que vi sino una embarcación, un velero. Al poco tiempo pude contarle las velas. Cuatro, eran cuatro, la más grande en el centro, dos un poco más pequeñas hacia la proa y una decididamente pequeña en la popa. El velero se acercó bastante de modo que se podía ver al timonel y a un hombre de cuerpo atlético, color cobre, que relumbraba al sol  con pelo abundante y completamente blanco. A su lado me pareció ver una mujer extendida en una loneta blanca sobre la borda. Distinguí el largo de su cabello, su figura de mayor delicadeza y sus formas femeninas. Era cerca del mediodía y antes de mi descubrimiento y excitación por la proximidad de ese barco planeaba regresar al chalet para cocinarme algo; un trozo de vacío que había sacado del freezer. Pero, claro, me quedé. El hombre agitó su mano saludándome y le respondí el saludo. Me hizo una seña con la palma de su mano, pidiéndome que lo esperara y se zambulló. Tenía puesta una gorra con visera que me permitió pese al sol encandilante observar cómo nadaba. Lo hacía vigorosamente, como un experto nadador. Tanto que a los pocos minutos lo contemplé caminando hacia mí con la rompiente estrepitosa detrás e inclinando la cabeza de un lado hacia el otro como para desagotar el agua que seguramente le había quedado en las orejas. En dos o tres zancadas estuvo frente a mí, me tendió su mano y la estreché feliz de tener delante un congénere.
- Encantado, Marcelo Ruiz- se presentó.
- Mucho gusto, soy Luis Dávila ¿Anda navegando?
- Sí, navego en ese velero - Señaló la embarcación.-
-¿Es suyo?
- Sí, es un yate velero clásico de cincuenta y dos pies para cuatro personas, muy confortable.
Parecía querer disimular el orgullo, pero se le notaba.
- ¿Lo que habrá costado?
- No mucho, dos millones
- ¿De pesos?
-¿Está bromeando? Dos millones de dólares
- Entonces usted es rico
- No puedo quejarme
- ¿Cuál es su negocio, si puede decirlo?
- Puedo, por supuesto. La hojalata. Fabrico envases para cerveza, soy proveedor de dos o tres marcas muy conocidas.
- ¿Únicamente para cervezas? Las latas, digo.
- No, no, también para tomates, arvejas y otras legumbres
- Qué bien, lo felicito por su . . . prosperidad.
- Bueno, le agradezco, pero qué le parece si cambiamos de tema
- Como usted quiera.
- ¿Qué hace en esta isla, está solo?
- Hago observaciones y anotaciones para una revista científica y sí, estoy solo
- Y ¿cuánto hace que está aquí y por cuánto tiempo se quedará?
- Hace recién dos días, me estoy aclimatando y me quedaré tres meses.
- Mire, yo se lo preguntaba porque me quedaré aquí también, pero por una semana. Estoy con mi mujer y tal vez, algunas mañanas y tardes bajemos a la playa.-
- Está bien, muy bien. Me sentiré acompañado. A veces la soledad se hace un poco cansadora.
- Bueno, nos haremos compañía entonces ¿Sabe nadar?
- No es lo que hago mejor pero me defiendo.
- Le decía, porque si no sabe o no se anima podría venir a buscarlo con el gomón e invitarlo a que almorzara con nosotros. Tengo a bordo un chef excelente y hoy preparó un plato de pescado exquisito.
Dudé un momento pero finalmente y como tenía un trozo de carne que había sacado del freezer esperándome, que si no lo ponía al horno se echaría a perder, le dije que no. Le agradecí y le expliqué la razón que me impedía ir a comer con ellos con la promesa de que le aceptaría una próxima invitación. Pareció contrariado pero aceptó. Dijo que me invitaría para otro día.
- Discúlpeme pero me tomó de sorpresa. Si no hubiese sacado esa carne del frío . . .
- Está bien, está bien, no se aflija que no faltará ocasión
Nos volvimos a estrechar las diestras y el hombre se marchó como había venido.
A la tarde el cielo se oscureció y las nubes se agruparon, se levantó un viento muy fuerte y las copas de los árboles comenzaron a inclinarse bajo el peso del viento y de una lluvia descomunal. Tuve que meterme dentro del chalet y cerrar puertas y ventanas. Tenía leña al lado del hogar y encendí fuego porque la temperatura había bajado bruscamente. Los troncos pronto comenzaron a arder y dejaron escuchar pequeñas estampidas y detonaciones. El cielo, igual que la módica hoguera de mi reciente casa, destellaba y dejaba oír desmoronamientos un poco más recios, como de rocas, y los crujidos y chasquidos de los rayos parecían rajar y quebrar la tierra y los árboles.  Anocheció casi enseguida. Explotaban ruidos de todo tipo; el alrededor parecía desmembrarse y despegar partes de la selva y lanzarlas a volar. Aún al cabo de algunas horas el meteoro no cedía y escuché algo así como tambores pero no provenían de la tormenta, tampoco de los troncos que ya ardían con llamas elevadas.- Era algo más que la tormenta y el suave susurro de la leña respirando su oxígeno; golpes secos y cortos que se repetían, pero como de nudillos, no demasiado fuertes, un poco histéricos, que daban contra la puerta. Tuve un presentimiento y no porque estuviera pensando en mujeres aunque el momento se prestara y mi novia estuviese lejos. Abrí la puerta con el vendaval azotando y sí, era una mujer, joven, no pasaría demasiado de los treinta, el pelo largo y revuelto, los ojos, que me parecieron negros o azul oscuro, enfebrecidos y la mandíbula machucada, hinchada, con un hematoma amarronado y tenía también un ojo en compota. Enfundada en una malla enteriza de un color azul tornasolado que destacaba sus volúmenes sinceramente encantadores; los de una silueta fina, como de ecuyere, trapecista o bailarina, estaba frente a mi con la expresión descompuesta y completamente empapada. La apuré para que entrara y cerré la puerta con llave, volví a echar el cerrojo porque la fuerza de la tormenta, los truenos y relámpagos, la violencia del viento y la lluvia, arreciaban y envolvían con un atronador zumbido, como de turbina de avión, los oídos; amenazaban además con echar todo abajo.
La mujer entró hipnotizada,  temblorosa, y pese a que respiraba agitada, tiritaba. Durante unos primeros momentos, en los que le acerqué un toallón y una frazada para que se secara y tapara, no hubo palabra ninguna entre nosotros. Ella respiraba fuertemente, como si se fuera a ahogar y emitía un gemido, una exclamación de auxilio y temí que literalmente el corazón se le saliera por la boca porque sus temblores se habían transformado en convulsiones que la sacudían y se veía que no los podía dominar. En un impulso la tomé de las manos, enseguida de las muñecas y ella se abrazó a mi cuerpo sollozante, agitándose y desesperada.
- Cálmese, cálmese, aquí está a salvo.
- ¡Ay,ay, estoy desesperada, discúlpeme!
Se apartó de mi bruscamente como si me hubiera faltado el respeto.
- No tiene por qué disculparse ¿Que le ocurrió?
- Mi marido . . . es un hombre violento. Discutimos y me agredió. Me escapé con la tormenta, me tiré al agua y un poco nadando y otro poco empujada por las olas llegué a la playa y caminé hasta llegar acá. Vi la luz de su casa. Seguramente cuando amaine la tormenta saldrá a buscarme, quizás mañana, ahora no porque estará completamente borracho y dormido.
- No se preocupe, no se aflija, puede quedarse acá.-
- Le agradezco tanto, mañana le prometo que me iré, antes de que él venga.
- ¿Y a dónde va a ir?
- No lo se, no se ni dónde estoy
- Mire, por ahora usted puede quedarse aquí, escondida . . .
- El me buscará, imaginará que estoy acá y usted no sabe de lo que es capaz.
- Que venga, yo le diré que no la he visto, que ni siquiera la conozco. Mire, acá hay un lugar en el que puede esconderse. Es un sótano debajo de la despensa.
- El va a abrir la tapa y va a bajar a buscarme
- El sótano no tiene tapa. Está disimulada, sólo yo la conozco. Además tenemos otra ventaja
- ¿Cuál es?
- Le explico, esta es una isla volcánica, tiene cuevas, grutas, que se abren hacia el fondo rocoso en distintos lugares de la isla, incluso en una parte de la costa que es acantilada. Estudié todas las características geológicas antes de aceptar venir y, aunque no estuve personalmente en esas cavernas porque no soy espeleologo, podría intentar convencer a su marido para que oriente la investigación de su paradero por ese lado, que se interne un poco en esas cuevas. Mientras tanto podría comunicarme por radio o con el celular si tengo señal con la estación de helicópteros y hacer llegar uno para que usted lo tome y pueda irse y hacer la denuncia. Aunque los celulares son para mí como bastones anímicos en esta ocasión resultarán útiles.
Pareció aliviarse. Suspiró.
- Gracias, gracias ¿Podrá hacer eso por mí?
- Por supuesto que sí. Tranquilícese ¿Comió?
- Gracias, pero no me pasaría un bocado por la garganta.
- ¿Y un trago?
Me miró, ahora más serenamente y me sonrió y las comisuras de sus labios  mostraron una dentadura blanca y pareja, la de una sonrisa enorme e iluminadora.
- Bueno, un trago sí
- Qué prefiere, tengo whisky, cognac, un buen vino tinto.
- Creo que un cognac no me vendría mal.
Fui al bargueño y saqué la botella y dos copas panzonas y las serví. La invité para que se sentara frente al hogar a leña que había encendido hacía poco tiempo y le alargué una copa. Ya las llamas azules y rojizas se alzaban y daban al ámbito una temperatura y luminosidad acogedora, alegre. La mujer se sentó y se envolvió en la frazada, sacó una mano,  tomó la copa y me dirigió una mirada y una sonrisa agradecidas.
- ¿Quizás hubiera preferido un te?
Por toda respuesta ella bebió un largo trago.
- Ahora me siento mejor
- ¿Pasó el susto?
- Pasó
- ¿Cómo se llama?
- Lidia, Lidia Martinez ¿y usted?
- Luis, Luis Dávila.-
Hubo una pausa y los dos nos contemplamos como si estuviéramos reconociéndonos.Al cabo de un momento que habrá durado medio minuto pero que me pareció más prolongado la curiosidad siguió desbordándome y entonces le pregunté:
- ¿Es la primera vez que le pasa?
- ¿Qué, que me pegue mi marido o que escape de él desesperada?
- Bueno, no se, dígame usted.
- El muy hijo de puta me ha pegado ya con ésta no se si por décima vez, creo que por décima vez sí porque aunque no lo crea las voy contando. Al principio, las primeras veces, hasta la quinta vez, creo, lo justifiqué siempre, siempre le encontré una explicación y lo comprendí. Lo hice ir a Alcohólicos Anónimos, pero fue tres veces seguidas y después no fue más. Ahora estoy cansada, harta, es la primera vez que escapo. Con tormenta y todo me tiré al mar. Sentí más asco y miedo de estar con él que de que me fulmine un rayo o me coma un tiburón.
Cuando me dijo esto último sus ojos despedían llamas. Pensé en una pantera rugiente y acorralada y sentí, muy acusadamente que en su vida no había nada ilusorio. Sentí que la realidad se habría echado sobre ella cotidianamente, abatiéndola.
- ¿Tienen hijos?
- Gracias a Dios no, no tenemos.
Volvió a beber y agotó de un trago el resto del cognac.- Me alargó la copa y se la llené nuevamente hasta la mitad. Pensé que le haría bien y le permitiría dormir y no me equivoqué porque al rato, después de beber algunos tragos más, comenzó a bostezar y a estirar sus extremidades bajo la frazada.
- Mire, allá está el dormitorio. Acuéstese que yo dormiré en este sofá.
- Faltaba más, yo dormiré aquí
- Escúcheme, no le ofrezco mi cama sólo por caballerosidad. El ventanal de este living, aún enrejado y con cortinas, da al exterior. Supongamos, Dios no lo permita, que su marido llegase por la mañana antes de que nos despertemos, espiase a través del ventanal y la viese  . . .
- ¿Qué, su dormitorio no tiene ventana al exterior?
- No, tiene en el techo una claraboya de vidrio opaco o translúcido.
- Ya veo.
Mis argumentos la convencieron y accedió a acostarse en mi cama. Una vez que lo hizo yo mismo me acosté en el sofá frente al fuego, bebí el resto del cognac y entré en un sueño profundo sin pedir permiso a ningún escrúpulo o preocupación.
A la mañana siguiente fortísimos golpes sobre la puerta me despertaron. En un primer momento no recordé lo que había ocurrido la noche anterior. Sólo cuando tambaleándome, medio atontado todavía, grité "espéreme ya voy" porque había escuchado la voz del hombre llamándome, diciéndome "soy Ruiz, ábrame" en tono impertinente e imperativo, recordé a la asustada Lidia que estaba conmigo y entré a mi dormitorio. La encontré ya vestida y temblorosa y la conduje hasta el sótano. Enseguida fui a abrirle a su endemoniado consorte.-
- ¿Qué pasa?
- No se haga el desentendido ¿Quiero saber si está aquí?
- ¿Quién?
- Mi esposa
- Aquí no hay nadie, sólo yo
Ruiz estaba armado, llevaba un rifle y no hizo caso de mis palabras. Ingresó a todas las habitaciones con otros dos hombres y revisó y puso todo patas arriba. Finalmente comprobó que no la encontraría y entonces se dirigió a mi nuevamente como una fiera. Ya no era el mismo hombre que había conocido en la playa. Estaba transformado, transpirado y rojizo
- Necesito saber dónde pudo esconderse. Abreviemos, aunque usted no la conozca ni la haya visto dígame si hay aquí escondrijos, lugares donde alguien pueda guarecerse de una tormenta y esconderse.
Lo miré con fingida perplejidad.
- Están las cuevas
- ¿Cómo es eso?
Desarrollé entonces mi plan. Le expliqué que había cavernas que se extendían desde la costa rocosa hacia el interior de la isla y lo orienté hacia las entradas diciéndole, con cierto lujo de detalles, cómo podía llegar. Le mostré un plano de la isla donde estaban las entradas y le dije que se lo podía llevar a condición de que me lo devolviese. Me agradeció y se fue con los dos hombres llevándose el plano. Cuando comprobé que se había alejado envié un mensaje desde mi celular al piloto del helicóptero.- Después levanté la tapa del sótano y Lidia salió. Le conté lo que había hecho.-
- No soy muy amigo de los celulares, pero para estas emergencias resultan útiles. El piloto me contestó. Estará aquí en media hora y la llevará a Valparaiso ¿Podrá arreglárselas? Le daré algo de dinero y si quiere puede vestirse porque aquí, en el placard, hay ropa de mujer que, aunque no le vaya a medida, le puede servir.
- No sabe cuánto le agradezco. Además coincido con usted en lo que se refiere a los celulares. A veces son sólo bastones anímicos. El mío quedó en el velero ¿Y la ropa, de quién es?
- La ropa es de una mujer que vivió aquí un tiempo, una científica que fue picada por una víbora y hubo que trasladar de urgencia
- ¿Se salvó?
- No se, es algo que tengo que averiguar cuando pise de nuevo el continente. De lo que pasó me enteré hace poco, descubrí su ropa y a partir de ahí revisando papeles encontré hasta una libreta con sus partes diarios, una memoria.
Cuando el helicóptero se alejaba con ella a bordo y el millonario de las hojalatas se convertía en espeleologo sin vocación pensé que había contribuido a que la ilusión se hiciese realidad para alguien y a que la realidad se transformase en ilusión para otro y me sentí satisfecho.-

Amilcar Luis Blanco


(Hylas and the Nymphs por John William Waterhouse)

5 comentarios:

  1. Muy buen relato, querido Amílcar, como lo son todos los tuyos, muy bien narrados e hilados y con personajes muy creíbles y humanos. Sí te haría una observación, y es que los dividieras en partes, porque en los blogs nadie lee un relato tan extenso. Es algo que me dijeron a mí al principio, y es que la gente si lo ve muy extenso, ya desiste de leer ni la primera línea. Fracciónalos en partes más pequeñas y los vas publicando con más regularidad, no todas las partes al mismo tiempo, sino como una a la semana. En internet la gente no lee cosas extensas, nii todas agolpadas, como cuando publicas 5 poemas el mismo día, y claro, de los 5 sólo te acaban leyendo 2. Es mi consejo para que te lean más, ahora, haz lo que libremente quieras, querido amigo.
    Comparto esto en mi perfil de G + y me voy a tus poemas, que esta noche trabajo y ya voy escasa de tiempo. Besos.

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  2. Ante todo, gracias por haber leído mi cuento y, por lo demás, agradecido también por tus observaciones que prometo tomar en cuenta en adelante. Pensé sí en recortarlo porque me quedó un poco largo pero después lo publiqué así de una. Y bueno con los poemas es igual, me impaciento y publico todo junto y pienso, el que entre se va a emplomar, por qué no publico uno y espero unos días y publico otro y doy tiempo y lugar a los lectores para que entren. Tenés razón, siempre me digo que voy a hacerlo de ese modo y luego no lo hago. Muy hermoso tu poema sobre la Alhambra.
    Gracias por tus observaciones amiga, besos

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    1. No es que se emplomen, Amílcar, pero ten en cuenta que la gente que lee por internet parece que siempre tiene prisa, y cuando ven algo muy largo, se desaniman y al final ni lo comienzan a leer. Con los poemas pasa lo mismo, en vez de publcairlos todos a la vez, publica uno y deja los demás editados en borrador y después vas publicando uno cada día, si no, no te los leerán, y es pena que publiques para que no te lean. Es un consejo que te doy porque yo también al principio hacía como tú, y así me dijeron entonces blogueros que llevaban más tiempo que yo.
      Gracias por lo del poema, es un poema del año pasado (todo lo de mi blog nuevo es viejo, jeje), seguro que me lo habías leído entonces, pero como tengo tantos es normal que no lo recuerdes.Gracias mil por tu comentario, aún no tuve tiempo de responder a ninguno del blog, es que respondo a mis dos cuentas de G+ y no hay tiempo para todo, jeje. Muchas gracias por tu lectura y comentario. Voy a volver a compartirte esto y el poema para que lo vean y lean más, ya ayer cosecharon unos cuantos "+1" y espero que hoy tengan alguno más.

      Besos y muy feliz finde, que esta noche también trabajo, jeje. Muaaaaaaaa!

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  3. Guauuuuuu!!! Un relato fantastico. Ya lo compartí en google+
    Te dejé comentario en mi blog referente a tu consulta sobre donde conseguir mi libro en Argentina. Pasa a leerlo, por favor
    Un saludo

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  4. Hola Amilcar. Desconoce si habrá alguna libreria en Buenos Aires con la que trabaje la editorial, pero te aseguro que si, que se puede conseguir cualquiera de mis libros en Argentina a traves de la pagina web de la editorial lulu.com. te dejo los enlaces donde puedes comprar a traves de la red, lo unico, que debes registrarte como usuario en la pagina de la editorial, pero cosa sencilla, la editorial se encarga de distribuir los libros a traves de latinoamerica, europa y Estados Unidos.Así que si, es facil hacerse con un ejemplar si te interesa, ya te digo, registrandote en la pagina de lulu.com ya puedes comprar vía online. Gracias por tu interes. te dejo los enlaces y cualquier duda consultame. Un abrazo http://www.lulu.com/shop/anna-s-segura/el-deseo/paperback/product-21671868.html;jsessionid=0066FA74FDFE3CB373EE1939A81F2938 http://www.lulu.com/spotlight/AnnaSSegura En estos enlaces esta donde puedes comprar. Recuerda, para comprar en la web debes registrarte en la pagina de la editorial
    Saludos

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