jueves, 29 de noviembre de 2012

No me animo a despertarla ...

                                                              




                                                             No me animo a despertarla, huelo el jabón y huelo la mañana, el calor de la mañana y veo el color y la tersura del pétalo de una rosa amarilla en su piel. Me levanto y camino hasta la ventana y abro, girándole la manivela, una cortinilla de tablas metálicas que se doblan, siempre sin romperse, y mis ojos tras el vidrio y el mosquitero alcanzan la playa y la tonalidad arcillosa de la arena. Porque de donde vengo no hay playa, no hay arena, no hay mar azul cobalto ni extensión indeterminada que me haga pensar en la esfericidad de la tierra y en su roce con la noche galáctica.
                                                              Me pregunto si debo salir a caminar antes de que ella despierte. Estoy un rato así, dubitativo, contemplando la playa tras la ventana y viendo un niño y un hombre intentando remontar un barrilete y una chica en joging que recorre trotando, calzada en zapatillas seguramente acolchadas y cómodas, la rambla que bordea la costa en dirección al faro.Pienso que podría hacer lo mismo; correr calzado en mis cómodas zapatillas acolchadas;correr hasta jadear, hasta evocar un poco mis años infantiles cuando en las calles de tierra de mi pueblo o alrededor de la pequeña plaza corría en mi cuerpo delgado e iba contemplando  la iglesia, la comisaría, la intendencia, el banco de la provincia, el banco de la nación, el club independiente y después me detenía, agitado y tembloroso, por haberle impreso una extrema velocidad a la carrera, todo lo que podía, doblada la cintura, apoyando mis palmas en las rodillas, para finalmente tenderme al costado de la vereda sobre el césped o dejarme caer en un banco mientras sentía, cómo, poco a poco, mis pulsaciones volvían a su ritmo normal.
                                                               Ahora soy el adulto que mira tras la ventana del departamento de la costa en Miramar y estoy con ella, con Miranda. Hasta hace poco estuve detenido en un frío calabozo húmedo que no quiero recordar. Encontré a Miranda por pura casualidad. Ella es la secretaria del abogado que me defendió y es extremadamente bella. Desde que la vi por primera vez en la sala de audiencias percibí o sentí en sus miradas algo de compasión o lástima hacia mí. Muchos días y noches me revolví sobre el colchón de mi camastro en mi celda pensando en ella. En la imagen que tenía de ella. Recompuse mil veces su rostro en mi memoria y también fantasee con que poseía su cuerpo desnudo, dócil a mi lujuriosa imaginación. Algunas noches me dediqué a suponer lo que ella pensaría de mí; un estudiante de derecho que sobre el final de su carrera es sorprendido robando documentación en el decanato. Documentación que sin embargo probaría que una materia que había dado con un profesor que habían cesanteado por pensar diferente a lo que el régimen quería había sido aprobada por mí. Pero querían silenciar todo lo que este buen hombre había hecho y el que se amparara en su desempeño académico o lo defendiera, como yo, era un réprobo y habría que destruirlo. Todo me acusaba y la justicia en un gobierno de facto me tomó como chivo expiatorio, como paradigma y ejemplo de una ética que el establishment se propuso redimir y publicitar frente a la opinión pública. Estuve detenido casi un año y cuando salí en libertad mis compañeros y el abogado que me había defendido me ofrecieron un asado y allí pude conversar por primera vez con Miranda.
- Se tu nombre porque tu jefe, el doctor Fanego, me lo dijo - le dije cuando la tuve frente a mí, mesa con manteles de papel por medio que el viento hacía flamear bajo platos y cubiertos
- ¿Se lo preguntaste o te lo dijo él?
- Se lo pregunté. Quería saber quién eras
- ¿Por?
- Porque me dedicaste miradas y sonrisas muy dulces, bueno, vos lo sabés
Miranda sonrió todavía más ampliamente y la mañana, una mañana clara, se hizo para mí más luminosa todavía y creo que entonces fue cuando sentí que comenzábamos a viajar juntos.
                                                      Pero el viaje se había detenido la noche anterior cuando llegamos a ese departamento al borde de las olas. Es decir, seguiría, pero ni ella ni yo sabríamos hasta cuándo. Un simple dolor en su brazo izquierdo que  comenzó por inquietarla había desembocado en un diagnóstico preciso: cáncer, de extrema malignidad, indetenible. Sin embargo ella, que me lo había contado luego de la cena y mientras saboreábamos un cognac cada uno, siguió sonriendo y despertaría y seguiría sonriendo y esperaría de mí una conducta de goce, de disfrute de esa felicidad que habíamos encontrado juntos y desde hacía dos meses y cuatro días que yo contaba como los más felices de mi vida.
                                                        No me animo a despertarla, huelo el jabón y huelo la mañana ...

Amílcar Luis Blanco


2 comentarios:

  1. ¡¡¡Que bonito amigo!!! Un texto precioso y triste, pero siempre en tus letras hay pasión y sinceridad, hay pasado y nuevas esperanzas, hay sentires mas allá de lo dicho, no solo hay sentimientos ocultos, hay vida, hay ganas de vivir.
    Un abrazo Amílcar.

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  2. Despiértala
    La vida es muy corta
    No dejes para mañana no hay tiempo para no despertar
    Despiértala con flores de palabras
    un beso

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