Ella estaba y
estuvo, no podía decir lo contrario, siempre a su lado. Al cabo de veintisiete
años durante los cuales había sido la madre de sus dos hijos, su compañera, la
que le había perdonado incluso las
infidelidades. Ahora había aparecido entre él y ella esa isla, ese territorio
árido entre el entendimiento de ambos y después esa chica, una niña casi, podría
ser su nieta. Él se irritaba con ella, con su esposa, le contestaba mal, pero sentía sobre su espalda el peso de la vergüenza como una mochila cargada de demonios perversos, una caja de Pandora que abría a discreción ¿Acaso la culpa, la antigua colonia de remordimientos?
- ¿En qué
ocasiones? – Había sido la primera pregunta del analista recién conocido que había ido al grano. Lorenzo había entrado en la habitación con los dos
cómodos divanes, la biblioteca, los amplios ventanales que la inundaban de luz
y se reflejaban en el piso de madera clara y lustrada, hacía instantes. En una
lejana esquina de la enorme habitación había visto un escritorio, posiblemente
cedro. No lo podía asegurar, pero tampoco importaba. Estaba ahora ahí por su inaguantable situación
con Clara. La incomunicación entre ambos era una herida que no cicatrizaba, un
andar de rodillas pelándose las rodillas. Un golpear de palmas en la oscuridad,
un grito en el silencio, una soledad en compañía que provocaba dolor, paladar y
garganta ásperas, tardes marchitas, noches de párpados abiertos y sobre todo culpa, mucha culpa. Clara roncaba
y el la tocaba para que se diera vuelta. Él roncaba cuando conseguía dormirse y
ella lo tocaba. A la pregunta del analista había sucedido el silenció de él,
demasiado prolongado. El profesional, libreta en mano, lo miraba sin decir
nada. Lorenzo tenía demasiadas cosas para contar, para confiarle. Se
atropellaban entre su mente y su boca y le dejaban la lengua paralizada, como
extenuada de antemano por lo mucho que tenía para decir. Estaba la idea de que
el analista quiere saber de nuestra infancia, la relación con nuestros padres y
nuestros amiguitos de juegos. Como fuera, la historia de Lorenzo había
desembocado en ese boca a boca que había mantenido con Gloria cuando los dos se
agacharon casi simultáneamente sobre el piso del lavadero para recoger una taza
con su plato. Las lozas habían caido estrepitosamente y se habían astillado. Él había
querido ayudar a Gloria que era la doméstica a recogerlas pero la visión de sus rodillas
apuntándole le había resultado irresistible y cuando los ojos de ambos
volvieron a encontrarse – se habían mirado ya muchas veces entre las sombras y
los silencios de la casa -, los labios alineados, gestuales, expresivos, que
también tantas veces se habían deseado, se unieron, se juntaron, como hubieran
querido pegarse las lozas en las que ya no pudo mantener la atención, en un
choque perfecto, en un beso, un beso que se convirtió en otros más que le
siguieron, acoplándose unos sobre otros con verdadero apetito por parte de los
dos. Además de besarse apasionadamente el tocó sus rodillas dentro del pantalón
con las rodillas desnudas de Gloria. Y esa noche, mientras Clara roncaba, fue a
la pieza de la chica sintiéndose un Romeo absurdo y envejecido, se acostó a su
lado y se devoraron y copularon como dos animales en celo.
Hacía tres meses
que Gloria, con cama adentro, estaba allí. Sus ojos negros brillantes y enormes
habían mirado a Lorenzo con deseo, con encendido y creciente deseo, tanto que
un poco a los dos se les cortaban las palabras cuando intentaban ser corteses,
medidos, convencionales y tratarse de patrón a doméstica, de doméstica a patrón.
Entonces Lorenzo sentía que las manos de Gloria hubieran ido sobre él, sobre su
cuerpo, que también los besos de Gloria hubiesen pululado sobre su anatomía y
que su boca se hubiese ido también a tomarle hasta el sexo. De pronto dijo:
- ¿Usted sabe?
Ella, quiero decir mi mujer, Clara, jamás practicó sexo oral conmigo, jamás me
buscó, jamás acarició mi cuerpo. Para mí, era como si Clara, y es actualmente
así, me rechazase. Es decir, no me ponía las manos encima.-
- A ver, explíquelo
un poco mejor.
- No podría, era
y es literalmente así. Es una mujer que ignora la existencia de mi cuerpo a su
lado. Creo que eso me llevó a enamorarme de Gloria.
- ¿Quién es
Gloria?
- Es la chica,
la doméstica, la que trabaja en casa desde que nuestros hijos se ausentaron, se
fueron a vivir por su cuenta. Yo tengo 65 años y Gloria tiene 17 años. A usted
qué le parece, Licenciado ¿Estoy o no en un problema?
- ¿Usted qué
piensa, a usted qué le parece?
- Sí, sí, a mi
me parece que estoy metido en una situación de la que no podré salir, no sabría
cómo hacerlo
- ¿Por qué?
- Bueno, mire,
amo a Clara pese a todo. Hace veintisiete años que estoy con ella. Es la madre
de mis dos hijos. Ha sido buena mujer, buena madre, pero con Gloria vuelvo a
sentirme como si tuviera 20 años. Vivo una relación de cama, encendida,
apasionada.
Así era, los
labios de la chica eran aros de fuego que se plegaban a los suyos como corolas
aterciopeladas y lo sorbían con deleite. Clara no lo besaba en la boca ni se
dejaba besar. La boca de Lorenzo estuvo por años deseando ser besada,
absorbida, chupada por la boca de una mujer. Tampoco, por supuesto, Clara era
su primer desliz. A lo largo de su matrimonio habían sido incontables las
mujeres ocasionales con quienes se había relacionado buscando esa satisfacción
sensual, lúbrica, concerniente exclusivamente a su libido; que lo besaran en la
boca, que le practicasen sexo oral. Gloria no había sido la primera pero sí la
más joven. Era menor todavía que su hija ya de 38 años, habría podido tratarse
de su nieta, pero era activa y experimentada, no sólo lo besaba largamente sino
que era también una experta feladora.
Lorenzo se sentía
en estado de alarma. Había acudido al analista por consejo de su socio y amigo,
Gerardo Cabrales. Cabrales era viudo, ligeramente mayor que Lorenzo, y mantenía
una relación más o menos regular con una mujer de la edad de él.
- Usted –
preguntó de pronto el analista - ¿intentó alguna vez inducir a su mujer a que
lo acaricie, lo bese?
- ¿Cómo?
- Bueno, pidiéndoselo,
hablándole.
- Mire, me
resulta, como decir, bastante humillante pedírselo. Muchas veces, cuando me le
acercaba y la tocaba, ahora casi no lo hago, ella me rechazaba, se apartaba, me
quitaba la mano. Me decía que yo, cada vez que la tocaba, lo hacía para tener
sexo con ella
- ¿Y, era así?
- Bueno, ya ni
se …
- ¿Cómo?
- Quiero decir
que casi no puedo recordarlo …
- ¿Por qué, por
qué no puede recordarlo?
- Será porque
las pocas veces que he podido progresar en tocarla, acariciarla, he llegado al
coito y las veces que no, me he retirado frustrado, ofendido …
- O sea, debo
entender que sus caricias no han sido nunca desinteresadas …, quiero decir, siempre han tenido como finalidad llegar al acto sexual.
- Pero,
Licenciado, a usted le parece, el drama, la tragedia que yo vivía con esta
mujer. Si no hubiera tenido amantes me hubiera convertido en un abstemio
sexual, una especie de castrado …
- Insisto. Usted
nunca pensó en acariciar a su mujer, abrazarla, contenerla, sin necesidad de
que las caricias, el abrazo, desembocaran necesariamente en tener una relación
sexual con ella.- Mire, Lorenzo, quiero que lo piense y, por hoy, dejamos acá.-