viernes, 26 de agosto de 2016

LAS ÁNFORAS DEL TIEMPO





                                                       ¿El tiempo tiene ánforas? Creo que sí. Y digo ánforas porque me gusta la palabra. Son recipientes. Contenedores. Digo ánforas para distinguirlos. Los contenedores contienen basuras, restos de una demolición, pedazos de mamposterias con ladrillos, de paredes pintadas y sucias, hierros oxidados, papeles húmedos y tiznados, excrementos caninos y felinos en bolsas de polietileno, asquerosidades mil. Las ánforas son en cambio guardadoras, como los cofres, en sus panzas de arcilla cocida, de recuerdos brillantes, momentos felices construidos con luces y colores para hacernos sentir joyeros de nuestras vidas. Guardan incluso incertidumbres, misterios augurales y prometedores, sentidos como en momentáneo desuso, como si se pudiese volver sobre ellos y abrirlos, y no como a cajas de Pándora, sino como a puertas comunicantes a otras vidas posibles, celando la vaga sospecha de que aún aquellas esperanzas no usadas podrán ser recorridas nuevamente como si el tiempo no les hubiese hecho mella.
                                                      Las vasijas en formas de jarrones o toneles, redondeadas, voluptuosas como esas mujeres de caderas anchas y cinturas pequeñas, traen el recuerdo de las bíblicas bodas de Canaán que albergaban el agua cristalina y transparente que Jesús transformó en vino. Hermanas de esos cofres repletos de pedrerías y metales preciosos que encontró Alibabá al ingresar a la cueva de los ladrones. El recinto cubierto de monedas de oro y piedras preciosas que recibió a Aladino al ir a buscar la lámpara de aceite y, conforme el cuento, Aladino casa con la princesa Halima gracias al genio de la lámpara, a los cuarenta caballos cargados de esmeraldas y zafiros y al palacio que éste último les construye. Halima se enamora de la generosidad de Aladino, de una riqueza que este poseé como actual a sus deseos y potencial y esperanzada a sus ojos, cuerpo y entendimiento.
                                                     Las ánforas del tiempo son portadoras de nuestros deseos y ambiciones y, cuando estos no se han conseguido pero están en el reino o la zona de lo que todavía puede ser, de nuestras esperanzas. Expectativas guardadas en memorias, en cofres, estuches y ánforas.
                                                     Y "mutatis mutandi" cuántas Halimas se enamoran de sus Aladinos por lo que estos muestran o exhiben de riqueza y lo que pueden llegar a tener. Y si por cualquier circunstancia pierden sus posesiones sus mujeres los seguirán amando igualmente por lo que tuvieron y lo que, azarosa y esperanzadamente, suponen secretamente podrían recuperar de lo que tuvieron. Porque la vida se vive siempre de modo expectante.
                                                     Tal fue el caso de una mujer que amó y fue amada. Se llamaba Nancy y se enamoró de la apostura varonil de Rubén, de su elegancia sobre todo y de sus silencios. Un hombre que hablaba poco y únicamente cuando lo juzgaba necesario. Nancy lo consideró rico, opulento en sabiduría y discreto en cuanto al patrimonio. Ella tenía nada más que veinticinco años cuando Rubén, de cuarenta, se cruzó en su existencia. Fue en la calle una mañana de lluvia, frente a la plaza del Parque Centenario. Nancy luchaba para enderezar las varillas de su paraguas que el viento había vuelto convexo y lo chocó contra el cuerpo atildado y longilineo de Rubén. Él se detuvo, sonrió. "Me permite" - le dijo. Tomó el paraguas en sus hábiles manos, en un segundo lo enderezó y se lo devolvió. "Me llamo Rubén" - volvió a decirle. "Soy Nancy" - dijo ella y en vez de alargarle la diestra a la que él le ofrecía se inclinó hacia delante poniéndole la mejilla a disposición de su beso. Él se lo dió un poco confundido y Nancy entonces se lo devolvió. Habían procedido instintivamente los dos, ella, inspirada por los ojos verdes y enormes de él y por la seda de sus pestañas copiosas y las alas blancas de sus sienes encanecidas que le parecieron las de un ángel, él por la frescura de su risa mucho más blanca todavía que la blancura de sus canas y porque enmarcada en un cutis de nacar su fisonomía, la frente, los pómulos y las comisuras de sus labios le hicieron creer que Circe venía a buscarlo en cuerpo y alma.
                                                          Aclaremos que Rubén, a partir de su licenciatura en letras, ejercía el profesorado en el mismo instituto secundario en el que, hacía escasos años, Nancy se había recibido de maestra. De ahí lo de Circe o Calipso. De ahí que la primera conversación que mantuvieron, esa misma mañana, versara sobre el mencionado establecimiento de enseñanza en el que ambos habían invertido, en parte, sus vidas y, en el caso de Rubén, todavía en el momento del encuentro la seguía aportando.
- De modo que, ¿usted se recibió? - quiso saber Rubén.
- En el 97 y, ¿usted empezó como profesor?
- Hace un año, en el 2006.



- Estamos repasando las memorias de nosotros mismos - dijo de pronto Rubén y a Nancy le parecieron esas palabras las de un sabio
- ¿Por qué lo dice?
- Bueno, hay una historia en "Las mil y una noches" sobre el tema, la de una princesa que hablando de sí misma encubre mil y una otras historias que la mantienen con vida ¿Quiere aceptarme un café y que se la cuente? De paso nos protegemos de la lluvia, ¿o está muy apurada?
                                                Nancy no estaba demasiado apurada. Ya vivía sola en su departamento de soltera en Villa Crespo y era libre ¿Acaso Rubén sería casado y fingía poder demorarse?
- Acepto. Vamos a tomar el café. 
Fueron a un bar frente a la plaza. Rubén revolvió un rato el pocillo y le propinó varias miradas de sus ojos verdes antes de ir al grano. La historia es la de Scherezade - arrancó -, la hija de un Visir o ministro de un Rey, llamado Shariar, cuya primera esposa había sido sorprendida por el mismo rey cometiendo adulterio con un esclavo negro. La ira del rey  . . .
- Pare, pare - lo detuvo Nancy - Perdone pero conozco la historia. Scherezade le cuenta cuentos al rey para que no la mate como había hecho con sus anteriores esposas y le cuenta mil y una historias. Es literatura.Si le cuento mi propia historia real le digo que vuelco en ella muchas otras historias porque hago algo más sencillo y rendidor que Scherezade para no morirme de aburrimiento.
- !Ah sí! ¿Que hacés? ¿Puedo tutearte, no?
- Podés. Mirá lo que yo hago es inventar melodías que cuentan historias.
- ¿Cómo  es eso?
- Fácil, bah, fácil para mí. Descubro algún canto pegadizo, como esos que los hinchas de los equipos de fútbol corean en las tribunas. Después le invento una letra clara, repetitiva, un breve relato. Luego la canto con otros tres muchachos que me acompañan con sus instrumentos y ¡ Voilá! Como dicen los franceses.
- O sea, te escuchan?
- Me escuchan y me aplauden. Vamos a clubes, a bares ...
- ¡Qué bueno! A mí me hubiera encantado ser un juglar
- Y ¿Quién o qué te lo impide?
Rubén se llevó a los labios el borde del pocillo y bebió el primer trago amargo de su café mientras sus verdes pupilas se internaban en el negro misterioso y brillante de las de Nancy que también bebía su primer sorbo y no dejaba de mirarlo. Sintió que las mejillas se le encendían y coloreaban y también que nunca se había hecho a sí mismo la pregunta que ella había dejado suspendida y expectante entre esa mirada de a dos que ahora los unía, en esa mañana de lluvia y que era como un puente tendido entre ambos. Sintió la vaga intuición de que podrían recorrerlo juntos.
- No sé - dijo - realmente no sé.
Ella le sonrió como un hada buena. Como la Sherezade que su memoria había invocado entre ellos a manera de pretexto para entrar en  conversación.
- Podríamos recorrerlo juntos - dijo de pronto Rubén.
- ¡Perdón! ¿Recorrer qué?
- Disculpá, disculpá. Pensaba en voz alta.Me quedé pensando, si a vos no te parece mal, que yo podría también componer como vos. Me gustaría ¿Cómo hago?
- Y, si escribís, pasame algún relato tuyo y yo lo convierto en una letra y le pongo música.
- Dale. Tengo algunos. Te los paso.
- Dale.
Nancy abrió su cartera, sacó una libretita, una birome y le anotó la dirección. Cortó la hojita y se la dio. Trás la ventana, por sobre lo árboles de la plaza y los edificios, el viento se llevaba la lluvia y la tormenta.

Amilcar Luis Blanco